DIEGO
PORTALES
En el pasado mes de junio se cumplieron 200 años del nacimiento de Diego Portales, ministro de Estado en Chile en forma intermitente entre l830 y l837 –año éste de su asesinato por tropas amotinadas contra el gobierno-, y tenido habitualmente por el “organizador de la República”. Sin embargo, los círculos oficiales, políticos y universitarios, guardaron silencio ante este aniversario, lo que, por lo menos, debería provocar cierta extrañeza. Es verdad que el patriotismo de museo no parece estar ya a la moda; y tampoco ha contribuído a la popularidad actual del Ministro el hecho de que, habiendo sido alma de un régimen autoritario, se prestaba a la asociación con el que nos gobernó últimamente. Más aún, la figura de Portales ha sido en años recientes blanco de una ofensiva de la historiografía neoliberal, en oposición a las interpretaciones “conservadoras” prevalecientes -en especial, la de Alberto Edwards (La Fronda Aristocrática, 1928) y la de Francisco Antonio Encina (Portales, 1934). Pero, sin duda, es sobre todo el que Portales haya fundado un Estado; que haya, en consecuencia, afirmado con su actuar la primacía de la Política; que haya denunciado tempranamente el peligro del imperialismo norteamericano en América Hispánica, lo que, en un momento como el presente -de desvalorización del Estado, de la Política y de la Soberanía-, torna su evocación poco oportuna.
En
este número reproducimos un ensayo del historiador Mario Góngora,
publicado inicialmente en Estudios,
revista de la juventud católica
y corporativista en los años 30y 40. Góngora ha sido considerado uno de los
intelectuales chilenos más descollantes
y uno de los historiadores latinoamericanos más destacados de las últimas décadas; los lectores de Ciudad de los Cesares lo habrán visto citado más de una vez en estas páginas y, de hecho, ya en CC N° 2 se comentaba la publicación póstuma de
algunos de sus ensayos (Civilización de masas y esperanza, 1987). No es necesario
indicar aquí lo que el ensayo juvenil que publicamos tiene de respuesta a situaciones contingentes; la
apreciación de la figura del Ministro, por otra parte, debe ser matizada con el
juicio maduro del mismo Góngora -en el Ensayo Histórico
sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (1981) y
en la Introducción a la edición de 1982, y a las siguientes, de La
Fronda Aristocrática. Pero el lector
advertirá también lo que tiene el artículo de penetrante actualidad.
Otro
historiador chileno, en un artículo escrito especialmente para Ciudad
de los Cesares, nos ilustra sobre un aspecto particular de la obra de
Portales -también, por cierto, de actualidad. Bernardino Bravo Lira es autor entre otras obras, de La función
consultiva (1977), Régimen de
Gobierno y partidos políticos en Chile,
1924-1973 (1978), Historia de las instituciones políticas de Chile e
Hispanoamérica (1986), Poder y
respeto a las personas en Iberoamérica (1989), De Portales a Pinochet (1989),
El Estado constitucional en Hispanoamérica, 1811-1991 (México, 1992). Su presencia, una vez más, en nuestras páginas, complace a Ciudad de los Cesares y contribuye poderosamente
a evocar para nuestros lectores la figura del Ministro, en reparación del “olvido” más
arriba aludido.
Por
fin,
también tiene relación con el tema, bien que indirecta, el comentario del libro El
pensamiento conservador en Chile (1992), de Renato Cristi y Carlos Ruiz, que
el curioso lector encontrará en otras páginas
de este mismo número.
PORTALES
P
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ortales sigue siendo un desconocido. Todas las obras escritas sobre su
personalidad no hacen sino
repetir las observaciones hechas por Vicuña Mackenna
y los demás biógrafos de su época. Aún el libro de don Francisco A. Encina, que
contiene magníficas ideas interpretativas de la política portaliana no dice
nada realmente nuevo y significativo sobre el hombre. Porque decir de nuevo que
Portales era un intuitivo es no decir nada. No se habla de la psicología de
seres humanos como de los caracteres de un ejemplar zoológico, mediante los
cuales se le enmarca en un género o especie determinada. La ciencia o arte de
la psicología no busca tipos humanos, sino hombres, hombres en los cuales la
química del alma es única, en que la intuición, los sentimientos, toda la vida
espiritual es absolutamente propia e individual.
No hay pues una imagen íntima de Portales,
nadie ha visto con claridad y profundidad en la complejidad de cada etapa de su
vida, en la desociación de tonos psicológicos contradictorios. O mejor dicho,
si algunos, como Vicuña Mackenna, han adivinado algunos de estos rasgos, no han
dado a estas imágenes discordantes una organización, un sentido totalizador que
haga aparecer una visión de un hombre coherente y personal en su superior
unidad y, a la vez, tan rico en detalles, en variedad, en contradicciones, como
era Portales. Los historiadores han estado demasiado cerca o demasiado lejos
para ver bien.
No sólo se le desconoce, sino que se le
deforma. Para algunos, que han convertido la tradición viviente en un panteón
académico, Portales no es sino otra de las figuras petrificadas de la historia
que no tienen hoy día más misión que servir de tema para gruesos libros, glosas
bibliográficas o investigaciones de archivos. Otros, por el contrario, encuentran cómodo para sus posiciones partidistas
del momento presente interpretarle a través de las tendencias o prejuicios de
hoy día, para poder así apoderarse de su herencia y proclamarse continuadores
de su tradición.
Portales, como todo el gran poema de la
tradición chilena, no pertenece sino a la nación, al pueblo que le ha modelado
y que ha sido a su vez en reciprocidad de influencias, modelado por ella. La
tradición no es feudo de ningún grupo. Es verdad que Portales actuó dentro de
determinados bandos políticos o sociales –el peluconismo, los estanqueros- pero
ellos nada tienen que ver con las tendencias formadas en épocas posteriores
para satisfacer necesidades de esos momentos. Cada instante histórico es único
e irreversible y es absurdo tratar de unirlo por vínculos artificiales con
partidos o bandos que actúen en otro instante histórico y que son, por tanto,
absolutamente diferentes. Una tendencia es tradicionalista, no cuando se
etiqueta pomposamente así, sino cuando crea una nueva tradición.
Si queremos ver claramente lo que significa
Portales en la historia de Chile, tenemos que comenzar por descubrir el sentido
que para él tenía su acción política, la transformación que imprimió a la vida
chilena.
Se ha dicho muchas veces que Portales era un
político sin principios, sin programas predeterminantes de su actuación. En
realidad la observación es trivial. Ningún realizador politico, ningún hombre
de acción tiene un esquema teórico o especulativo que deba luego realizarse en
el terreno de los hechos, como ningún artista tiene en su espíritu la idea o
símbolo desprendida de la materia concreta, de la imagen sensible en que ha de
envolverse esa idea. Las ideas del político, como las del artista, son ideas
operativas, o, como diría un escolástico, prácticamente prácticas, ideas que
sólo se precisan y desarrollan en su riqueza, a la vez concreta e inteligible,
en las creaciones, en los actos, en las obras informadas por tales ideas. Así
como un músico precisa en notas musicales, un político manifiesta sus ideas
solamente en acción política; y este pensamiento político suyo puede ser de tal
modo inconsciente, que él no puede traducir en un esquema teórico su propia
creación, su propia obra. La labor del filósofo de la política es, entonces,
como la del esteta frente al artista, conceptualizar, hacer consciente y
racional la obra del político. Pero esta es, repetimos, el oficio del filósofo
y no del político. A éste no pueden exigírsele tales esquemas o “principios”.
Su papel más importante: intuir y sacar realidades.
Portales es, por excelencia, nuestro
político, el que mejor ha realizado esta esencia del genio de acción. Sus
cartas nos dan algunas ideas u opiniones, expresadas en forma lo más
incientífica posible y que apenas nos permiten captar algunos aspectos, los más
exteriores, de su obra. Pero sólo buscando en la arquitectura social y moral de
los hombres y de la estructura del Estado chileno hasta 1891, podemos
reconocer, en su inmanencia vital, el pensamiento de Portales.
El gran Ministro de Prieto no sólo fué un
político; fué la más alta y recia expresión de la política: fué un
revolucionario. Pero su revolución es algo tan nuevo y que contradecía en tal
forma el sentido utopista y pseudo romántico que tenían los hombres de su
tiempo de una revolución, que para ellos, sencillamente, era una reacción
colonial.
En efecto, para los pipiolos y federales
estilo 1830, a quienes el Ministro combatió a muerte, y para los liberales y
socialistas sansimonianos de la generación del 42, que juzgaron el régimen
pelucón, una revolución era sencillamente una bella y clara idea sobre organización
de la sociedad, que una vez implantada –sea por el progreso de la ilustración,
sea por un pronunciamiento, porque en esta materia, ellos acudían,
paradojalmente, a ambos medios- inscribiría a Chile dentro del círculo de la
civilización y del progreso, entendiéndose estos términos en el sentido que le
daban los libros recién publicados en Francia.
Pues bien, frente a esta idea superficial y
puramente formal de la revolución, Portales plantea su audaz concepción –no en
libro o programa alguno, sino en la estructura del edificio político que
construye.
Una revolución es una crisis de destrucción
del orden existente y de creación de un orden nuevo, exigida y producida por
fuerzas reales, por una causalidad material –dándole a esta palabra su sentido estrictamente
filosófico y no una acepción restringida a lo económico. Nuevas clases
sociales, nuevos hechos sociales, nuevos valores morales o espirituales que se
han hecho patrimonio de un grupo humano: tales son los factores que tienden,
por su mismo desarrollo y expansión, a romper con el molde rígido y ya
anticuado de una organización que ha perdido su apoyo en lo real y en la vida
de un pueblo. Todo este concurso de causas materiales del fenómeno
revolucionario debe ser organizado y realizado por un hombre o por una
tendencia política. Tal es la intervención de la libertad humana dentro de las
transformaciones históricas: es como la causa formal que fecunda y dirige las
fuerzas materiales que conspiran a esa transformación.
Así, mientras que la revolución de los
liberales se olvidaba totalmente de los factores reales, la revolución
auténtica, la portaliana era el resultado de la genialidad intuitiva y creadora
de un hombre que organizó el nuevo orden republicano a que aspiraba la clase criolla.
Esta capa de la sociedad colonial, enriquecida económica y racionalmente por la
emigración vasca del siglo XVIII, fortificada políticamente por el poder
municipal, se encontró frente a una maquinaria burocrática que gobernaba en
nombre de una monarquía que había perdido toda la vitalidad conquistadora y
colonizadora del siglo XVI, que era una organización caduca e interiormente
debilitada y que cayó al primer golpe de la clase de los encomenderos criollos,
que hizo la Independencia en todos los países de América con finalidad, clara y
precisa en algunos, inconsciente y oculta tras un autonomismo moderado en los
más, de crear un orden republicano, más o menos asociado a la ideología
política nacida en la época de la Revolución Francesa.
Portales no se preocupa de criticar el
régimen colonial, mirándolo como un pasado definitivamente liquidado, pero que,
como todo lo que ocurre en la historia, tenía su razón de ser y su necesidad.
Para él es evidentemente legítimo el anhelo revolucionario de la aristocracia
criolla y su obra es, esencialmente, la realización, dentro del espíritu y de
las modalidades nacionales, de ese orden republicano, libre de los utopismos,
de los extremismos infantiles y las imitaciones extranjeras de que estaban
aquejados los ensayos de la época anárquica de 1810 a 1830.
Un movimiento constructivamente
revolucionario debe empezar naturalmente por separarse del desorden organizado
jurídicamente, rompiendo esa legalidad para crear un nuevo orden y una nueva
juricidad. Pero el orden revolucionario una vez que esté suficientemente
robustecido en su espíritu y en su fuerza para conducir a una sociedad, se
halla ante una nueva necesidad: la de la continuidad histórica. Siempre hay en
un orden muerto, fuerzas vivas, elementos valiosos y positivos –ideas,
instituciones, clases, hombres- y la revolución que debe inicialmente tener el
valor de ser injusta con estos elementos, debe a su vez, más tarde, tener el
valor superior de afirmar su capacidad, no para transigir, sino para asimilar y
transformar en el nuevo espíritu todos los valores que permanecen y se
justifican en el nuevo momento histórico. De este modo una revolución, al
profundizarse y depurarse, no rompe la continuidad histórica, sino que respeta
las exigencias razonables de lo que era, sin perder en nada el rigor de su
novedad. Porque la continuidad de la historia no es esa línea recta que
imaginan los evolucionistas, sino más bien como una espiral ascendente en
círculos cada vez más amplios, en que todo lo que vive sólo se conserva por una
constante renovación íntima y una depuración incesante de sus elementos
caducos, del peso muerto de lo que ya ha realizado su finalidad.
Portales rompió totalmente con el orden
monárquico, pero asimiló dentro del régimen republicano un elemento
insustituible de la estructura del Imperio español, la afirmación que el
soberano –abstracta e impersonalmente considerado- era el
elemento central de la sociedad política, la clave de la unidad y organicidad
del Estado. El Gobierno está por sobre todos los intereses, por sobre todos los
partidos políticos, por sobre todas las tendencias, atento únicamente al bien
común de la nación; es, como dice muy acertadamente Eugenio d’Ors, como las
grandes cúpulas de la Arquitectura del Renacimiento que reemplazaron la
diversidad anárquica de los campanarios del gótico por esa rigorosa unificación
de sentido y de orientación que da a todo el edificio la cúpula.
Una república dirigida por la aristocracia
vasca –particularista e individualista por nacimiento, aunque la organización
monárquica hubiera corregido y limitado estas tendencias, necesitaba como
contrapartida un poder central poderoso que velara por el interés de las clases
dirigidas, que eran el 90% de la nación, pena que no tenían capacidad política
alguna. Pero este Ejecutivo fuerte y autoritario era concebido en el régimen portaliano
como totalmente desligado de una persona determinada, perfectamente opuesto a
las dictaduras de tipo personalista. El estilo jurídico del régimen lo había
dado el espíritu de Andrés Bello, formado en esta concepción clásica de la
autoridad, originada a la vez en el Derecho Romano y en el Derecho Natural, y transmitido
dinámicamente por España a toda América.
EL régimen pelucón, lejos, pues, de ser
reaccionario, es una revolución en el sentido más real y más científico, una
vida nueva que, gracias a la profundidad de la comprensión histórica de su
creador, puede asimilar uno de sus elementos capitales de su misma estructura
del régimen anterior, pero dándoles un sentido nuevo, una esencia
revolucionaria. Será esta misma institución del Ejecutivo autoritario, en
cierto modo tomada de la colonia, el que dirigirá, durante todo el siglo, el
movimiento de modernización, de progreso, de extensión de la cultura a la clase
media, sin enfeudarse jamás a los intereses de la propia clase que le engendraba y lo sostenía, a veces aún contra su
voluntad y sus tendencias egoístas. Porque su aristocracia sentía, como ha
dicho muy bien el señor Encina, una formidable sugestión intelectual y afectiva
que creó en ella Portales –como la creó en Prieto y en todos los que lo
acompañaron como gobernante. Una sugestión que movía a esa clase a servir la
concepción unitaria y nacional de la política.
***
La construcción de Portales ha sido derribada
pieza a pieza. La misma clase dirigente, totalmente transformada por la
introducción del capitalismo en Chile, después de la conquista del salitre,
terminó con el régimen de autoridad y responsabilidad presidencial, el cual, es
verdad, se había convertido antes de 1891, en un poder exageradamente
personalista y arbitrario: e incluso había perdido en parte su fisonomía
nacional desde que adoptó una política laicista que lo ponía en contradicción
con las tendencias más profundamente arraigadas en el pueblo. Pero como remedio
contra estas deformaciones de la autoridad, se vino a caer en el largo ensayo
de imitación inglesa: el parlamentarismo (más aún, sin dar siquiera al Gobierno
el poder de disolución del Congreso que tiene en Gran Bretaña la Corona).
El resultado del período 1891-1920 era el que
naturalmente podía preverse. El Estado dejó su función activa y directora de la
vida nacional y la tomaron esta función las fuerzas económicas dominantes del
capitalismo extranjero y nacional. Pero este régimen oligárquico que
subordinaba la política a los intereses económicos de una minoría, hizo nacer,
por una lógica necesidad interna del régimen individualista, la reacción
contraria.
Había nacido en Chile desde fines del siglo
pasado, una clase media de intelectuales, profesionales y empleados, que
buscaba, como un siglo atrás la nobleza rural, su expansión política y social;
por debajo de ella, las masas proletarias se formaban rápidamente una
conciencia anti-imperialista y antioligárquica. Y son estas fuerzas las que
hicieron estallar la presente revolución chilena, permanente desde 1920.
Contra esta crisis revolucionaria de nuestra
nacionalidad, de nada sirve tratar de mantener las formas caducas y una
legalidad interiormente vacía de todo contenido vital. Por el contrario, los
que no quieren ser enterradores de una tradición, los que no creen que ella
haya muerto, deben vivificarla tomando frente a la presente revolución, la
actitud de Portales ante las fuerzas de la aristocracia: edificar el nuevo
orden revolucionario saltando por encima de toda consideración a todo lo que
hay de muerto y rutinario en la organización presente.
Hay que re-crear la concepción del Estado
fuerte y activo, para oponer al partido económico dirigente los criterios y
valores de justicia y de bien común y para crear las estructuras sociales que
reclaman los tiempos. Aplicando en la nueva forma adecuada al presente la
concepción fundamental de Portales, la juventud chilena, las nuevas
generaciones revolucionarias, harán la obra más sustancialmente tradicionalista
y nacional.
MARIO
GONGORA
Revista Estudios N° 55
junio de 1937, Santiago
junio de 1937, Santiago
PORTALES Y EL
SCHEINKONSTITUTIONALISMUS
EN HISPANOAMERICA
EN HISPANOAMERICA
H
|
asta
ahora la figura y la obra de Portales han sido consideradas fundamentalmente
dentro del
escenario chileno. El bicentenario de su natalicio que se cumple en
1993 invita a examinarlas en el contexto americano[1].
Después de todo, Chile no es una excepción en Iberoamérica. Al proclamarse
independientes, todos los Estados sucesores de la monarquía española, se vieron
abocados al mismo problema: consolidarse como tales interna e
internacionalmente[2].
Tal fue el desafío que enfrentaron, al igual que Portales, otros
gobernantes iberoamericanos, nacidos como él a comienzos de la década de 1790:
Alamán (1792-1853) en México, Morazán (1792- 1842) en Centroamérica, Santander
(1792-1840) en Colombia, Páez (1790-1873) en Venezuela, Santa Cruz (1792-1865)
–rival de Portales- en Bolivia y Rosas (1793-1877) en Argentina. Ninguno tuvo
la misma fortuna que Portales[3].
A lo más consiguieron, como O’Higgins en Chile, dar gobierno por algún tiempo a
sus países, pero no dejar eslablecido después de ellos, un régimen de gobierno.
La verdad es que el vacío político que dejó tras de sí la monarquía
resultó más grave de lo que a primera vista pareció. Tan serio que en gran
medida persiste hasta hoy. Por diversas razones las minorías dirigentes de
estos países no han conseguido llanar ese vacío. A menudo ni siquiera lo han
intentado y cuando han llegado a hacerlo, tanto ellas como los caudillos
civiles o militares comprometidos en el intento, han fracasado una y otra vez.
No sin razón habló Jacques Bainville de una historia breve, pero increíble de
las dictaduras en estos países[4].
De la anarquía ha dicho Encina, con agudeza que no es posible
describirla[5].
Hay que haberla vivido. En Iberoamérica se alimenta de un desajuste entre la
constitución histórica –que aflora a través el ideal de gobierno fuerte y
emprendedor-, las constituciones escritas, inspiradas, a imitación de las
europeas y estadounidense, en el ideal de gobierno regulado por un parlamento.
Se trata de una especie de falla geológica, que se evidencia, de tanto en
tanto, a través de esa suerte de terremotos políticos, que son los cambios
violentos de gobierno.
Solo dos países escapan a esta suerte y pueden exhibir, para emplear
la expresión del brasileño Calmon, una historia cuerda. Son Brasil y Chile,
donde Pedro I y Portales acertaron a conciliar entre sí el ideal de gobierno
iberoamericano con las formas del constitucionalismo extranjero. Al efecto
ambos conjugaron las posibilidades de lo legal y lo extralegal de un modo que
recuerda el Scheinkonstitutionalismus centroeuropeo[6].
Constituciones históricas y constituciones escritas
En toda América española el problema fue el mismo. Desaparecida la
monarquía, los sectores dirigentes permanecieron fieles al ideal de gobierno
eficiente y realizador que la animó en su última época. Por eso al producirse
el colapso de ella, la principal preocupación de las minorías dominantes fue
que el poder estuviera en buenas manos. No aspiraron a asumirlo ellas mismas,
sino a seguir siendo bien gobernadas. De esta manera, cada uno podría con
tranquilidad seguir dedicado a sus propias cosas. Se trata de una actitud
diametralmente opuesta a la de los núcleos rectores de las colonias inglesas de
Norteamérica. Estos tenían mentalidad colonial. Se sentían oprimidos por
Inglaterra e hicieron la independencia precisamente para apoderarse del
gobierno y liberarse así de la dominación metropolitana.
En Hispanoamérica estos sentimientos coloniales de inferioridad y
dependencia de una metrópoli faltan en los sectores dirigentes. Por eso falta
también la reacción de querer apoderarse del gobierno, para obtener así, por
fin, una cierta libertad. En una palabra, los hispanoamericanos tenían
mentalidad de grandes señores, acostumbrados a exigir del rey buen gobierno y ocuparse
de sus propios asuntos, sin tener que descender a preocuparse por la cosa
pública. Un reflejo de esto se percibe todavía hoy en la jerga política usual,
según la cual es de buen tono, al aceptar un cargo público, decir que con ello
se hace un sacrificio.
Esta mentalidad explica la acogida tan entusiasta como ingenua del
constitucionalismo europeo o estadounidense en Hispanoamérica. Con él se abrió
paso, en amplios sectores, un nuevo ideal de gobicrno cuya gestión estuviera
regulada por un parlamento. Pero, constitucionalistas y constituyentes, más
atentos a los modelos extranjeros que a la realidad de su propia patria,
anularon al gobierno en provecho del parlamento. Baste un rápido vistazo a las
constituciones escritas para comprobar que fue la tónica general de ellas hasta
la década de 1920. No cabía mayor falta de sentido común. El país legal ignoró
al país real. Y este se vengó.
Así en la práctica, desde 1811 hasta hoy los países iberoamericanos
ciertamente han tenido constituciones, y no pocas –ya van más de doscientas-,
pero rara vez y sólo por poco tiempo, han tenido gobiernos constitucionales. Al cabo de un siglo de experiencias
fallidas el peruano García Calderón sintetizó en 1912 el punto flaco de tantas
constituciones. Según él, no hacen otra cosa que maniatar al gobemante[7].
Entonces: una de dos, o el gobernante se atiene a la constitución ylo derriban
por ineficiente o se la salta y hace un gobierno conforme al sentir de la
población y a las necesidades del país. Así, se entiende que las constituciones
escritas, por estar en pugna con la constitución histórica de estos países, los
precipiten en el desgobierno y la anarquía. Lo que, a su vez, convierte a los
militares en árbitros de la situación. De esta suerte se cierra el círculo
fatídico, dentro del cual estos países parecen condenados a girar hasta el
presente: constitucionalismo- desgobierno-militarismo. Unas veces lo recorren
en un sentido, otras en el inverso o bien se detienen por algún tiempo en uno
de esos estadios, pero no escapan a él.
Scheinkonstitutionalismus
Dentro de este panorama, Brasil es caso aparte, por lo menos hasta
1889. Como se sabe, allí tanto la independencia como la implantación del
constitucionalismo son obra de la monarquía, que subsiste hasta esa fecha. La
intervención de Pedro I fue decisiva para impedir que los constituyentes
brasileños de 1823 elaboraran un texto impracticable, como los de América
española. Disolvió sin contemplaciones la asamblea e hizo redactar un texto más
liberal, pero practicable[8].
Tal fue la constitución de 1824, la primera de larga duración en el mundo de
habla castellana y portuguesa. Esta actuación del emperador puede considerarse
como el punto de partida a una especie de Scheinkonstitutionalismus iberoamericano,
que combina lo legal ylo extralegal, a fin de reducir la distancia entre el
país real y el país legal y adaptar la constitución escrita a la constitución
histórica. Este Scheinkonstitutionalismus anticipa al centroeuropeo.
Como se ve, no es sino un constitucionalismo formal o aparente, pero operante,
a diferencia del verbalista y altisonante que en vano pretendían imponer
teóricos y políticos de la época.
Más notable aún es el caso de Chile. Este país rodó por la pendiente
de la anarquía como los demás y por obra de Portales logró escapar a ella y
volver a tener un régimen de gobierno, en muchos aspectos, tan estable y bien
asentado como la antigua monarquía.
El vuelco no pudo ser más radical. Desde 1830 en que Portales llegó
por primera vez al ministerio las cosas cambiaron definitivamente. A partir de
entonces ningún gobierno volvió a ser derribado en Chile por un movimiento
subversivo. Hay que esperar hasta el siglo XX para ver reaparecer
pronunciamientos armados, como los de 1924 y 1973.
La consolidación del gobierno permitió a Portales lograr algo hasta
entonces nunca visto en
Chile: la regularización de las elecciones, de las
sesiones del parlamento y de la sucesión presidencial. A partir de 1831 Chile
fue uno de los raros países en el mundo, donde por espacio de casi un siglo se
efectuaron elecciones en fechas fijas, un parlamento logró funcionar en forma
ininterrumpida y, salvo en 1891, los presidentes se sucedieron
constitucionalmente. Al respecto, hasta 1924 sólo aventajaban a Chile, en
Europa Inglaterra y algún otro país como Bélgica, y en América, únicamente los
Estados Unidos[9].
La clave de este milagro político chileno, la reveló el propio
Portales al asumir el gobierno. Anunció entonces que se proponía: consolidar
la paz y las instituciones de Chile[10].
Palabras que permiten medir la distancia que lo separa de tanto político de
entonces y de ahora, que sólo atina a demoler las instituciones patrias, para
hacer lugar a otras imitadas del extranjero o tomadas de ideólogos foráneos.
En consecuencia, Portales no inventó nada, no copió nada. Como ya
advirtió Edwards su obra tiene mucho de restauración: “No existe en América
ejemplo de una restauración más completa de todo lo que podía ser restaurado
después de 1810”[11].
Esto vale, en primer término, para el Presidente. Portales transformó al
Presidente chileno de la monarquía: gobernante, en el Presidente de la
República: antes que gobernante, garante del orden instituido.
En cuanto tal, el presidente fue “el gran elector” en expresión de
Alberto Edwards. Ciertamente el manejo de las llamadas elecciones populares por
el presidente, se aparta de la teoría constitucional. Por otro lado, ni la
constitución de 1828 ni las leyes la mencionan para nada. Es una situación de
hecho, extraconstitucional y extralegal, pero, por lo mismo, más fuerte que
esos textos. Sería erróneo interpretarla, por eso, como una corruptela o una
arbitrariedad: Antes bien, es una parte muy fundamental del régimen y se la
ejerce con gran altura de miras. Constituye un medio más, entre los que dispone
el presidente, en cuanto guardador del orden instítuído. Algo tan capital como
la selección de su sucesor o de los parlamentarios no podía quedar entregado a
su suerte, a una mayoría ocasional o a manejos inescrupulosos. En una palabra,
por este medio se toman resguardos para que la mayoría elija a los mejores, es
decir, se hace recaer la elección por la maior
pars en la sanior pars[12].
Otro tanto hay que decir del lugar que se asigna al parlamento. Sin
modificar la constitución que lo coloca en primer plano, se lo relega de hecho
a uno muy secundario, de suerte que no estorbe la gestión presidencial.
Todo esto lo hizo Portales al margen de la carta de 1828, sin tocarla,
de un modo a menudo extraconstitucional. Estamos, pues, ante otro ejemplo de Scheinkonstitutionalismus,
similar al de Brasil. Por medio de él se logra conciliar el ideal
iberoamericano de gobierno fuerte y realizador con el ideal constitucional
europeo y estadounidense de gobierno regulado por un parlamento.
En suma, Portales fue mucho más que un gobernante o que un gobernante
afortunado, dentro de un régimen establecido. Fue el forjador del régimen bajo
el cual gobernaron después de él, primero una serie de presidentes y luego los
partidos o, mejor dicho, la oligarquía que los maneja. Se ha calificado a este
régimen de portaliano. En razón del gobierno fuerte se lo ha llamado república
autoritaria o autocrática y en atención a la minoría ilustrada que lo sostiene,
república pelucona u oligárquica. En rigor no es sino una república ilustrada,
que bajo la nueva forma de un Sheinkonstitutionalismus monocrático
restaura, según advirtió ya Edwards, la antigua monarquía ilustrada.
BERNARDINO BRAVO LIRA,
de la Academia de la Historia
Universidad de Chile
[1] Edwards, Alberto, La fronda
aristocrática, Santiago 1928. Eyzaguirre, Jaime, Fisonomía histórica de Chile, México 1948. Góngora, Mario, “Reflexiones
sobre la tradición y el tradicionalismo en la historia de Chile”, en Revista Universitaria 2. Santiago 1979.
Bravo Lira, Bernardino (ed.), Portales y
su obra, Santiago 1989.
[2] García Calderón,
Francisco, Les démocraties latines de I’Amérique, Paris 1912. Jane, Cecil
B., Liberty
and despotism in Spanish America, Nueva York 1929, trad. castellana Buenos Aires 1942. Moerner, Magnus, “Caudillos y militares
en la evolución hispanoamericana”, en Journal of Inter-American Studies, 2 Gainesville (Florida), 1960. Kahle,
Günter, “Diktatur und Militarherrschaft in
Lateinamerika”, en Zeitschrift f. Lateinamenka-Wien 19, Viena 1980. Annino, Antonio, “Der zweite Disput. Von Naturrecht
zu einer Verfassungsgeschichte Hispanoamerikas”, en Thomas, Hans, Amerika eine Hoffnung, zwei Visionen, Herford 1991. Bravo Lira, Bernardino, El Estado constitudonal en Hlspanoamerica
1811-1991. Ventura y desventura de un ideal europeo de gobierno en el Nuevo
Mundo, México 1992.
[3] Sobre estas figuras hay una caudalosa bibliografía. Por todos, Valadés, José C., Alamán,
estadista e historiador, México 1938. González Navarro, Moisés, El
pensamiento político de Lucas Alamán, México 1952. Forero, Manuel José, Santander:
su vida, sus Ideas, su obra,
Bogotá 1937. Hoenisberg Julio, Santander ante la historia, 3vols. Barranquilla
1969. Moreno del Angel, Pilar, Santander, Bogotá 1989. Abecia Valdivieso y otros, La
vida y obra del Mariscal Andrés
de Santa Cruz, 3 vols., La Paz
1976. Phillip T. Parkerson, Andrés de Santa Cruz y la Confederación
Perú-Boliviana 1835-1839, La Paz 1984. Ibarguren, Carlos, Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires 1930. Gálvez, Manuel, Vida de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires 1940. Irazusta, Julio, Vida política de don Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, 5 vols., Buenos Aires 1941-1961.
[5] Encina, Francisco Antonio, Historia de
Chile, desde la prehistoria hasta 1891,
20 vols., Santiago 1940-1952.
20 vols., Santiago 1940-1952.
[6] Sobre el
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Hattenhauer, Hans, Die geistesgeschichtliche Grundlagen des deutschen Rechtes:
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Verfassungsgeschichte, Munich 1991,1992(2). Scheinkonstitutionalismus:
constitucionalismo aparente o de apariencia (NdlR.).
[8] Sousa, Octavio
Tarquino de, A mentalidade da constiuinte (3 maio a 12 novembro 1833), Río de Janeiro 1931. Calmon, Pedro, Vida de D. Pedro I.
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[9] Bravo Lira, “Raíz y razón del Estado de derecho en Chile”, en Revista de Derecho Público 47-48 Santiago 1990.
[10] Oficio de Ministro del Interior al general
José Santiago Aldunate, 15 de junio
de 1839, texto en Barros Arana, Historia general de Chile, 16 vols,
Santiago 1884-1905, 15, pp. 602
ss.
[12]
Bravo Lira, Bernardino, “Ilustración y representación del pueblo en Chile 1760-1860(4)”,
en Política 27, Santiago 1991.
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