El origen del actual movimiento por
los derechos humanos es la Declaración Universal de los Derechos Humanos
(DUDH), que se adoptó en la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1948.
Hoy día, cuando hay tantas cosas en juego en el Mundo y cuando los Estados
Unidos luchan contra un enemigo que mezcla el desprecio por estos derechos
con la utilización torticera de los mismos,
con el fin de enmascarar sus propias maquinaciones, la DUDH
y qué uso podemos darle,
adquieren más importancia que
nunca.
La mayoría de nosotros alberga
sentimientos encontrados acerca de los denominados Derechos Humanos. Han
derribado a tiranos, pero también han proporcionado cobertura a causas como
la corrección política y el feminismo radical. La formación de la Comisión de
Derechos Humanos de la ONU (de la que EEUU ya no es miembro, pero que Libia
está a punto de presidir) y otros acontecimientos recientes, como la
Conferencia sobre el Racismo, en Durban, demuestran que aquella corriente que
pretendía establecer un robusto sistema de derechos reconocidos
internacionalmente, se ha deformado terriblemente. Porque, la verdad ¿cómo
puede uno tomar en serio a un movimiento que convierte a Libia en líder en la
custodia de los Derechos Humanos?
Parte del problema reside en que el
movimiento por los Derechos Humanos y los documentos oficiales de la ONU al
respecto, están muy influidos por la izquierda y van mucho más lejos de la
determinación de ciertos patrones mínimos de conducta civilizada en los que
la gente piensa cuando se habla de “violaciones de los derechos humanos”. En
nombre de estos derechos, se apoya la consecución por imperativo legal de un
programa ideológico izquierdista. De esta manera, el movimiento en pro de los
Derechos Humanos, ha terminado convirtiéndose en una suerte de imperialismo
de ultraizquierda que, a pesar de que hunde sus raíces en el progresismo de
Occidente, resulta –como demostró la Conferencia de Durban- esencialmente
antioccidental.
La situación se ha vuelto lo
bastante grave como para poner en tela de juicio al citado movimiento y, por
esto, es necesario un examen minucioso de la DUDH. ¿Afirma principios que los
norteamericanos puedan suscribir rotundamente? ¿O respalda algunas de las
tendencias discutibles del mencionado movimiento? Y, sean cuales sean las
respuestas ¿qué podemos hacer al respecto? La DUDH nació en el seno
de un comité internacional de la ONU presidido por Eleanor Roosevelt. Se
adoptó poco después de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial y,
por tanto, es un reflejo de su tiempo. Se fundamentaba en la idea, de la
época posterior al Holocausto, de que existen ciertos valores que todos los
gobiernos deben seguir pero, también, en un aparente descrédito del
liberalismo clásico y la Derecha tradicional. El futuro, por lo que parecía,
sería progresista-socialista y, daba la impresión, la más fundada esperanza
de paz internacional y progreso social se inspiraba en un resumen de los
principios del New Deal, la
socialdemocracia y el comunismo soviético. El comité se basó en estos conceptos cuando
trató de redactar aquella declaración que pretendía sentar las bases de unas
pautas de conducta que todos los gobiernos deberían acatar. Como ocurre con
cualquier otro principio moral, los Derechos Humanos pueden entenderse de
varias formas, pero, para que sean un código ético común, tienen que tener
una interpretación concreta. Por esto, la DUDH debía especificar en qué
consisten tales derechos, lo cual se llevó a cabo según la interpretación del
progresismo occidental y mediante el intento –en tiempos de guerra- de
conciliar concepciones distintas de los mismos.
Usando como guía las Cuatro
Libertades de Franklin Roosevelt, la DUDH trata de combinar la tradición
anglosajona de los derechos como limitación al poder del gobierno, con el
concepto de la Europa continental de los derechos como poderes del gobierno.
La primera, ejemplificada en la Declaración de Independencia de los Estados
Unidos, interpreta tales derechos como restricciones a la influencia del gobierno
sobre los individuos: el poder no debe interferir en la libertad de expresión
ni de credo, debe respetar la propiedad privada, debe seguir los
procedimientos establecidos por la Ley, etc. La segunda, otorga al gobierno
la misión de construir el entorno en el que los ciudadanos vivirán y, por
tanto, se centra más bien en la educación, la seguridad social, la vivienda,
etc.
Estos dos enfoques son muy
distintos. Uno de ellos afirma que el gobierno debe dejar en paz a los
ciudadanos y, el otro, que el gobierno tiene que construir el marco social en
el que los ciudadanos puedan vivir una existencia satisfactoria. El primero
trata al gobierno –el poder organizado- como algo intrínsecamente peligroso e
intenta guardar a los ciudadanos de su influencia. El segundo lleva a un
patrón abierto de control social que, inevitablemente, choca con la tradición
anglosajona de libertades civiles. Es, de hecho, un caldo de cultivo para el
totalitarismo. Cuando ambos conceptos colisionan, normalmente acaba ganando
el de la Europa continental, dado que concede más poder al gobierno y a sus
adláteres, con lo que resulta que son éstos y aquél los que tienen la última
palabra. Y he aquí lo que sucedió con el movimiento en pro de los Derechos
Humanos: lo que tendría que haber sido una corriente que buscara evitar la
repetición de horrores pasados, limitando el poder del gobierno, se acabó
convirtiendo en una corriente que ha dado más poder al gobierno.
Retórica totalitaria
La DUDH contiene muchas ambigüedades
y puntos oscuros a lo largo de sus 30 artículos. Incluye algo que, a primera
vista, parece un inventario de cosas que van desde la inmunidad al arresto
arbitrario, la tortura y la ejecución sin juicio previo, hasta
consideraciones sobre los derechos de autor, las leyes contra la calumnia y
la difamación y el derecho a disfrutar de vacaciones pagadas. Se dice que a
los trabajadores se les debe pagar según lo que hagan y lo que necesiten.
Concede a todos “el derecho de participar libremente en la vida cultural de
sus comunidades, a disfrutar del arte y a compartir los avances científicos y
sus beneficios”. De hecho, toca todos los aspectos más importantes de la vida
en sociedad.
La declaración parece lo que en
realidad es: el resultado de un comité heterogéneo, que se encargó de su
redacción. No obstante, en el fondo es muy coherente; en concreto, es
fundamentalmente estatista y, a pesar de sus muchas ambigüedades, deja bien
claras ciertas ideas. Para empezar, se afirma que sus principios son de la
máxima importancia, hasta el punto de que, en ocasiones, se emplea una
retórica totalitaria, como
“... logros comunes
para todos los pueblos y todas las naciones, hasta que cada individuo y cada
institución de la Sociedad, siempre con esta Declaración en mente, se
esfuercen, enseñando y educando, en promover el respeto a estos derechos y
libertades y, mediante medidas progresivas, nacionales e internacionales,
consigan garantizar su reconocimiento efectivo y su observancia universal.”.
La importancia de la DUDH y del movimiento
que la respalda no es, sin embargo, simple retórica. Un detalle asombroso del
documento, al menos, para los que están acostumbrados al Derecho anglosajón
tradicional, es el hecho de que no se protege a quienes se sitúen en una
posición contraria a la ONU, tal y como se deduce del artículo 29, párrafo 3:
“Estos derechos y
libertades no se podrán ejercer, en ningún caso, en oposición a los
propósitos de las Naciones Unidas”.
La DUDH, por tanto, no reconoce los derechos
de quienes que vayan contra la autoridad que los impone, sino sólo contra
autoridades menores. Este detalle hace que los “derechos humanos” que se
están proclamando, se asemejen a esa “diversidad” y esa “tolerancia” que
reclama la izquierda progresista actual, que, como es notorio, sólo funcionan
en un sentido y está claramente reñido con la Declaración de Independencia de
los Estados Unidos, que protege a todas las partes y se aplica, sobre todo,
al propio Estado Federal. Por si quedaran dudas acerca de la necesidad de
excluir de la DUDH a las acciones encaminadas a apoyar a la ONU y sus
principios, el Artículo 14 dice:
“1. Toda persona
perseguida tiene derecho a pedir y conseguir asilo político en otro país.
2. Este derecho no podrá ejercerse en el caso de una persecución por crímenes
puramente apolíticos, o por acciones contrarias a los principios y propósitos
de las Naciones Unidas”.
Por lo tanto, la DUDH deja bien claro que si
un individuo actúa de forma “contraria a los principios y propósitos de las
Naciones Unidas” (por ejemplo, publicando un artículo que cuestione la propia
Declaración), queda desprotegido y sin derecho a pedir refugio por causa de
una persecución que, en cualquier otro contexto, sería considerada como
política. La disposición fue añadida a petición de la Unión Soviética, en relación
con sus exigencias de repatriación forzosa de los ciudadanos soviéticos
exiliados tras la Segunda Guerra Mundial, repatriación que condujo al brutal
asesinato de cientos de miles de personas, incluyendo a antiguos prisioneros
de guerra. A pesar de esto, dicha disposición se aplica con carácter general
y está en la línea de otras similares en la DUDH y de documentos posteriores
sobre los “derechos humanos”.
Construcción de un Nuevo Orden
De este modo, la Declaración sugiere un punto
de vista, bastante común en el doctrinario ideológico de izquierdas, que
afirma la existencia de un orden universal de las cosas contra el que toda
oposición debe prohibirse, dado que sus objetivos últimos son inequívocamente
transparentes y buenos (al contrario que los de las autoridades menores), por
mucha sangre que derramen en el proceso de su aplicación.
Otras disposiciones insinúan la construcción
de un nuevo orden:
“Toda persona tiene
derecho a un orden social internacional en el que los derechos y libertades
que se afirman en esta Declaración, puedan realizarse completamente”.[Artículo 28].
“La educación debe promover el
entendimiento, la tolerancia y la amistad entre las naciones y grupos
raciales o religiosos, y deben reforzar las actuaciones de las Naciones Unidas
en pro del mantenimiento de lapaz”.[Artículo 26, párrafo 2].
Todos los niños deben educarse para aceptar
ese nuevo orden mundial proyectado, que garantizará una serie de “derechos
civiles, políticos, económicos, sociales y culturales”. En la tradición anglosajona,
los dos primeros se consideran restricciones aplicables al Gobierno, aunque
gozan de excepciones, en aras de la política pública (por ejemplo, “el orden
y el bienestar públicos”) tan amplias, que son bastante poco sólidos. Los
tres siguientes provienen de la tradición europea y son de tendencia
socialista.
“Toda persona, como
miembro de la sociedad, tiene derecho a disfrutar de una seguridad social y,
a través del esfuerzo nacional, la cooperación internacional y, en función de
la organización y los recursos de cada Estado, a la satisfacción de los
derechos económicos, sociales y culturales indispensables para garantizar su
dignidad y el libre desarrollo de su personalidad”. [Artículo 22].
“Toda persona tiene
derecho a un nivel de vida adecuado para su salud y bienestar, y los de su
familia...”.
[Artículo 25, párrafo 1].
“Toda persona tiene
derecho a un puesto de trabajo, a la libre elección del mismo, a unas
condiciones justas y favorables y a la protección contra el desempleo”.[Artículo 23, párrafo 1].
“Todo trabajador tiene derecho a
percibir una remuneración justa que garantice, para él y para su familia, una
existencia digna y, si procede, a otras formas de protección social”.
[Artículo 23, párrafo 3].
"Toda persona
tiene derecho al ocio y al descanso, incluyendo una limitación razonable de
las horas de
trabajo y
vacaciones pagadas periódicas”.[Artículo
24].
El artículo 22 sugiere una cierta deferencia
hacia la organización de un estado determinado y, por tanto, parece que deja
la puerta abierta a soluciones no estatistas. No obstante, esos beneficios
sociales, económicos y culturales a los que, se dice, todo el mundo tiene
derecho, son tan amplios que implican una férrea administración centralizada
de la vida social; de otro modo, no podrían garantizarse y, por tanto,
perderían todo sentido práctico. La referencia al “esfuerzo nacional” va,
precisamente, en esa dirección. La DUDH, por tanto, se puede considerar
socialista o, al menos, fuertemente tendente al concepto del Estado del
Bienestar, aunque no exige ningún tipo concreto de organización del ámbito
económico.
El orden de la familia
Los neoconservadores
que respaldan la DUDH argumentan que sus disposiciones a favor de la familia
refutan cualquier afirmación de la esencia izquierdista y estatista del
documento, y señalan que se declara que “la familia es la unidad natural y
fundamental de la sociedad” (Artículo 16, párrafo 3), defiende un salario
familiar (Artículos 23 y 25) y otorga a los padres el derecho a decidir la
educación de sus hijos (Artículo 26, párrafo 3).
La cuestión es que un puñado de disposiciones
aisladas no bastan para cambiar la naturaleza de la Declaración que, de forma
clarísima, se aleja de relaciones y autoridades locales, y se aproxima a unos
esquemas universales que sólo pueden ser llevados a la práctica por medio de
la burocracia. La familia no está aislada del mundo que la rodea, y la
experiencia demuestra que, en el ambiente del Estado del Bienestar, se
fragmenta. El párrafo 2 del Artículo 25, que afirma que “todos los niños,
hayan nacido o no en el seno de un matrimonio, tienen derecho a disfrutar de
la misma protección social”, puede interpretarse como un síntoma de lo que
estaba por venir: que la afirmación de que si el matrimonio tiene alguna
importancia como institución social, los niños que nazcan bajo él han de
tener más protección social que los que nazcan fuera de él, acabe
considerándose contraria a la DUDH. Es por esto por lo que el respaldo de la
Declaración a la familia es más que dudoso.
Y lo que estaba por venir después de la DUDH,
evidentemente, era la radicalización del movimiento pro-derechos humanos. Y
es que, resulta obvio que, hoy en día, entre tales derechos se incluye uno,
universal, a disfrutar de un Estado de Bienestar políticamente correcto. Por
ello, el Convenio Internacional por los Derechos Económicos, Sociales y
Culturales, uno de tantos acuerdos que, junto con la DUDH conforma la
Declaración Internacional de los Derechos Humanos, establece “el derecho de
todo individuo a un nivel de vida adecuado… y a la mejora continua de la
calidad de vida”, además del “disfrute del máximo nivel posible de salud
física y mental”. Todos los países están obligados a garantizar estos
derechos “con todos los medios de que dispongan… de todas las maneras
apropiadas, incluyendo, especialmente, la adopción de medidas legislativas”.
El bienestar económico y sanitario universal son objetivos deseables. Lo
difícil es, sin embargo, imaginar cómo se puede garantizar ese bienestar,
para todos los individuos, en todas partes, sino es recurriendo a una especie
de Estado del Bienestar omnipresente.
Los aspectos políticamente correctos de los
documentos posteriores a la Declaración son aún más ambiciosos. Bastan unos
pocos ejemplos para ilustrar esta afirmación:
1. La Convención para la Eliminación de
Cualquier Forma de Discriminación hacia las Mujeres, que fue ratificada
por 170 países (entre los que no se contaba Estados Unidos) pide,
explícitamente, la reeducación masiva y políticamente correcta de sociedades
enteras. Exige a los gobiernos que “tomen todas las medidas necesarias para
modificar los patrones de conducta social y cultural de hombre y mujeres, con
la vista puesta en la eliminación de prejuicios y arbitrariedades, y de
cualquier práctica que se base en… los roles estereotípicos de hombres y
mujeres”.
2. La Convención para los Derechos del
Niño (CRC, por sus siglas en inglés) es el tratado internacional más
respaldado de la Historia; los únicos dos países que no lo han ratificado son
Estados Unidos y Somalia. Sus disposiciones son la prueba de hasta qué punto
la ideología progresista es capaz de triunfar sobre la realidad y el sentido
común en los documentos sobre los Derechos Humanos. A primera vista, la CRC
garantiza unas libertades en lo referente al derecho a recibir información
(Artículo 13) y al de asociación (Artículo 15), que son tan amplias que
acaban convirtiendo la simple supervisión paterna de lo que los niños ven en
la televisión, o de sus reuniones, como una cuestión de Derechos Humanos.
3. Las aplicaciones de la CRC tampoco son mucho más tranquilizadoras:
el comité de la ONU encargado
de dicha aplicación, reprendió al Reino Unido por permitir que algunos padres
sacaran a sus hijos de unos cursillos escolares de educación sexual. Y la
Federación Internacional de Planificación Familiar, una organización
influyente y respetada en el ámbito de los gestores de los Derechos Humanos,
en las Naciones Unidas, aparentemente defiende que la CRC respalda el derecho
de los niños a ser sexualmente activos y a abortar cuando lo estimen
necesario, independientemente de las leyes y costumbres locales, y sin contar
con el consentimiento o la mediación de los padres.
No parece que
esté muy claro qué tiene que ver todo esto con lo que la mayoría de la gente
entiende por protegerse de una violación de los Derechos Humanos, o por qué
ha de ser necesario redactar extensísimos acuerdos internacionales que
regulen aspectos de la vida que son tan locales y que están tan arraigados en
las tradiciones morales y religiosas de cada región del mundo, como el
cuidado de los niños o las nociones populares de lo que debe ser el
comportamiento apropiado de hombres y mujeres.
Es evidente
que se ha perdido el norte y que se ha utilizado el deseo, tan extendido, de
evitar que horrores como el del Holocausto puedan repetirse, para defender
objetivos discutibles. Tampoco es que sea éste un problema nuevo: la
interpretación de la DUDH que se ofrece en este artículo demuestra que, desde
el principio, se ha tendido a transformar los Derechos Humanos, de unos pocos
principios universalmente aceptados que prohibieran atrocidades evidentes
como la esclavitud, la tortura o el genocidio, a una extensa normativa para
ordenar todas las sociedades mundiales.
Precisamente,
del intento de crear semejante normativa, por parte de diplomáticos y
expertos internacionales, surgen los defectos del movimiento pro Derechos
Humanos, porque se están ignorando los principios fundamentales de un
gobierno libre: que el poder no debe ir de arriba abajo, que el orden público
y la moral emanan de la historia, se reflejan en la experiencia concreta y
deben ser definidos y observados por cada individuo, dentro de un orden
bastante flexible. Ese es el significado del auto-gobierno. Los gobiernos de
los Estados Unidos y de Japón no son iguales y, por eso, no se les puede
obligar a que actúen igual, ya que las diferencias que existen entre ellos
afectan, inevitablemente, a la interpretación que dan a derechos y
obligaciones. Aunque las formas sean las mismas, el fondo difiere en ciertos
aspectos.
El problema que
plantea un código de conducta que vaya más allá de la mera prohibición de
acciones claramente abusivas, es que no se puede basar en la experiencia y el
punto de vista de cualquier sociedad. Al exceder los principios más
abstractos y limitados (y ha de hacerlo, para tener alguna utilidad), no hace
sino reflejar el enfoque particular de quienes lo redactan, el de sus amigos,
el de sus allegados y el de sus aliados. Es precisamente ese enfoque
particular el que hace que un código ético universal se convierta en algo
autoritario allá donde se aplique. Por esto, no sorprende que la tendencia
más llamativa de los “derechos humanos” perfilados por la ONU, consista en
transferir el poder, de las instituciones locales y privadas, a una serie de
expertos y de élites internacionales que son quienes los redactan (y que no
ven ningún problema en decirle al Mundo cómo debe comportarse). Es lógico,
por tanto, que haya unas tendencias socialistoides y antifamiliares
inherentes a la Declaración.
¿Y
ahora qué?
Los derechos
humanos progresistas, igual que la doctrina progresista en general, tienen una
serie de fallos muy importantes, y han sido criticados enérgicamente tanto
por la Derecha tradicional, como por la Izquierda relativista o por los
realistas escépticos. El socialismo, la corrección política y el gobierno
mundial no son sino intentos de demoler completamente las diferencias entre
clases, pueblos y otros grupos; diferencias que son, hasta cierto punto,
inevitables en cualquier sociedad humana. La historia del siglo pasado
demuestra hasta qué punto pueden resultar devastadores tales intentos, y por
esto, el gobierno estadounidense no debe respaldarlos. La conclusión es que
no podemos aceptar totalmente el movimiento pro Derechos Humanos tal y como
se ha entendido hasta ahora.
Hay que decir,
no obstante, que la idea de unos Derechos Humanos ha probado ser bastante
efectiva a la hora de promover el rechazo a las maldades más evidentes, y es
por esto por lo que el concepto se ha granjeado el apoyo de mucha gente a lo
largo y ancho del mundo, incluyendo a muchas personas cuyos principios chocan
frontalmente con los del progresismo. A pesar de las dificultades que se
plantean a la hora de definirla de modo concreto, la idea de los Derechos
Humanos representa el principio ético de que hay una serie de normas de
conducta universales a las que todo gobierno debería ceñirse. Y este es un
principio que merece la pena salvaguardar, por cuanto ha erosionado a muchos
tiranos y ha espoleado a los reformistas en todas partes, desde China a
Sudamérica y, en algunas ocasiones, sus resultados han sido tan beneficiosos
y espectaculares como la caída del Muro de Berlín.
Hay regímenes que
actúan de un modo espantoso. Y, normalmente, no sólo suponen un peligro para
los ciudadanos de países vecinos, sino también para los propios. En el mundo
musulmán, hoy día, la noción de unos derechos universales del ser humano
puede servir de respaldo a alternativas a las interpretaciones del Islam
agresivas e intolerantes que ponen en jaque la paz y el bienestar de todos
nosotros. Es por este motivo por lo que denunciar los abusos y las
atrocidades de determinados regímenes, no sólo es bueno políticamente, sino
también moralmente. El concepto de “Derechos Humanos” supone la definición de
un lenguaje, sin el cual, difícilmente podrían llevarse a cabo dichas
denuncias y, por ello, la defensa de tales derechos debe seguir siendo uno de
los pilares de la política exterior estadounidense. Para conseguirlo, es
necesario que haya una cierta continuidad en determinadas instituciones y
compromisos. Sin embargo, si queremos garantizar que los “derechos humanos”
promuevan, efectivamente, la libertad y el bienestar, hemos de oponernos a
cualquier interpretación, que se haga de ellos, encaminada a derruir el
concepto de autogobierno y a expandir, de forma irrestricta, los poderes y
competencias de los regímenes.
En ocasiones, aunque unos principios sean correctos en su origen,
acaban por volverse inadecuados si se mantienen inalterados a lo largo del
tiempo; es por esto por lo que la defensa de los intereses nacionales
requiere cierta flexibilidad. No obstante, dado que estamos tratando un
asunto que linda con los fundamentos esenciales de la libertad y el bienestar
de los países, es necesario tener las cosas claras: Estados Unidos debe
defender rotundamente su propio concepto de los derechos humanos y su papel
en el orden internacional. No podemos aceptar o alabar los “estándares
internacionales” por el simple hecho de que son el producto de determinados
organismos y porque las clases dirigentes de otros países los hayan
ratificado, por la razón que sea. (Razones entre las que se suelen contar,
por cierto, el prestigio nacional, la indiferencia ante compromisos
difícilmente defendibles y la inevitable atracción que las clases dirigentes
sienten por cualquier cosa que implique centralización y por cualquier tipo
de convenio que consiga que no se les pueda pedir responsabilidades).
La postura de
Estados Unidos en lo que respecta a los derechos humanos debería ser la de
subrayar la preocupación, nacida tras el Holocausto, por la protección contra
regímenes cuyas acciones son tan tremendas que llegan a causar el rechazo
internacional, y la de enfatizar la tradición anglosajona de la limitación
del poder del gobierno. Debería, además, oponerse a unos derechos humanos
entendidos como la promoción de la equidad y el estado del bienestar a través
de continuas intervenciones burocráticas en la sociedad civil, aunque podría
aceptarse la mitigación de las desigualdades y la asistencia a los pobres
como metas válidas que cada pueblo trate de alcanzar del modo que considere
más conveniente. Por esto, convendría refutar el dogma actual que proclama
que los derechos humanos y cualquier cosa que tenga relación con ellos,
forman un todo indivisible. Sería recomendable que se resaltaran las ventajas
de la independencia y el autogobierno de todos los países y de un enfoque
limitado y concreto de los derechos humanos, haciendo notar, sin ambages, las
implicaciones totalitarias que tiene el concepto contrario. Además, Estados
Unidos debería mostrarse muy escéptico ante cualquier propuesta de convertir
los derechos humanos en obligaciones legales formales, en lugar de
compromisos políticos comunes.
”Los derechos
humanos internacionales” son políticos, y lo más probable es que lo sigan
siendo. Son prueba fehaciente de ello cosas como la Conferencia de las
Naciones Unidas contra el Racismo, en Durban (con Libia a la cabeza), o los
intentos, por parte de extremistas culturales, de camuflar sus programas
ideológicos bajo la apariencia de derechos humanos. Sería mucho más honesto y
productivo admitir abiertamente esta circunstancia y actuar en consecuencia:
los derechos humanos no son un código ético, sino un símbolo político que se
encuentra detrás de cualquier logro alcanzado por sus promotores. Si las
denuncias del comportamiento indignante de éstos, la apelación a unos valores
comunes y la afirmación retórica de ciertos principios universales no bastan
para unir a la oposición, mucho menos lo conseguirá el hecho de que varios
abogados internacionales consideren que la conducta de dichos promotores
choca con sus declaraciones formales.
La
interpretación de los derechos humanos que se sugiere aquí será mucho más
efectiva si Estados Unidos respeta, cuanto sea posible, los compromisos y
símbolos ya establecidos. Dado que el concepto de “derechos humanos” es, en
esencia, debatible, puede sernos útil una nueva lectura del mismo. Hemos
demostrado que, si se interpreta literalmente, la DUDH no sólo aparece plagada
de errores sino que, incluso, resulta peligrosa. Por ejemplo, las
disposiciones concernientes a la petición de asilo, están manchadas con la
sangre de la Operación Keelhaul (Pasar
por la quilla).
Por tanto, hemos de insistir, la declaración no debe interpretarse de un modo
fundamentalista, sino como un documento histórico, reflejo de la época en la
que se redactó, pero que ha de entenderse a la luz de la experiencia y la
reflexión posteriores.
La DUDH no se
redactó con el ánimo de que se convirtiera en la última palabra, sino en una
declaración de principios y aspiraciones. Sus objetivos principales han sido
respaldar la idea de que el gobierno no debe ser absoluto, y hacer las veces
del símbolo del compromiso común por un mundo mejor. Proponer que la visión
estadounidense de los derechos humanos es la más apropiada en la actualidad
implica afirmar que la DUDH debe interpretarse en consecuencia, esto es, que
las disposiciones que promueven el logro de metas sociales han de perder
mucho peso, en favor de las que limitan la acción de los gobiernos, y que los
derechos humanos deben aplicarse, en la misma medida, a las causas defendidas
por los progresistas y a las que nos les gustan. Estos son los argumentos que
Estados Unidos debería utilizar en el foro mundial, abierta, honesta y
enérgicamente, ya que, a no ser que prevalezcan, lo más probable es que los
“derechos humanos” sirvan de avanzadilla de la tiranía, y no de la libertad y
el bien público.
JAMES KALB
Abogado y escritor. Trad. por Ángel Vaca Quintanilla y publicado originalmente en FrontPage Magazine (www.frontpagemag.com).
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