jueves, 4 de marzo de 2021

 Cuando el "disenso" se proclama y se ventila por todos los medios y en todos los ambientes, es conveniente saber qué se entiende por tal y usar para el efecto la heurística apropiada. Este texto de nuestro difunto camarada Carlos Dufour (m. 2020) pone los puntos sobre más de una "i" y nos plantea una teoría y una práctica consecuentes (Artículo publicado en Ciudad de los Césares 49, Junio/agosto de 1998).

 

 

 

Teoría y Práctica del Disenso

 

L

Carlos Disandro, en entrañable recuerdo

  

             LAS DIFICULTADES para practicar  y  comprender el disenso  acosan  a  quien  quiere             reflexionar  sobre él ordenadamente. ¿Qué aconsejaríamos a una  persona  que,  armada  de  un  martillo,  se dirigiera a la  playa  para  recoger  hongos?  Atónitos, no sabríamos con qué despropósito comenzar. Un espectáculo similar ofrecen las ruinas del barroco hispanoamericano: en un medio hostil a la discusión, una dialéctica en vías de  atrofia  va  conducida  por una heurística miope. De nada sirve la búsqueda minuciosa cuando se busca en el lugar equivocado. La impericia en el arte de argumentar inhibe el pensamiento, pero aún una dialéctica aceptable, cuando se desgaja de la heurística apropiada, desemboca en la inanidad.

Me propongo formular algunas reflexiones que atañen a la heurística del disenso. En la primera sección   describo  la  situación que  dificulta  su ejercicio.  Después expongo una apretada teoría de los extravíos heurísticos. En la sección tercera trato de confirmar lo precedente con ejemplos concretos, relegando en ellos muy a mi pesar el aspecto dialéctico. Concluyo con una propuesta constructiva de heurística conceptual a partir del ejemplo anterior.

 

1

Nuestro medio neglige la discusión, favorece los cacicazgos, incita a la inducción verbal

Wittgenstein observaba que el filósofo que no discute es como un boxeador que jamás sube al ring. En Latinoamérica se estila una convivencia más pacífica, con elogios recíprocos y desdenes  simétricos. Cuando se puede, se ignoran los problemas, se  olvidan  los argumentos, se pronuncia un escueto: “No comparto la posición X” y aquí no ha  pasado nada. Cuando el trueque de adulaciones y distancias fracasa, se amaga, a veces,  una disputa – como dos que amenazan irse a las manos, tras haberse   cerciorado   de   que   rondan   suficentes comedidos prontos a separarlos. A un pensamiento chato corresponde un debate estólido: no  hay objeción, hay rezongo; no hay réplica, hay reproche; no hay análisis,  hay simplificación.

El fénomeno proviene, entre otras causas,  de una muy dilatada pedagogía religiosa en Latinoamérica, una pedagogía del Amén, para la cual las evidencias cuentan menos que los  actos  de  fe, para la cual la reflexión libre configura un delito de desacato.    El  intelectual habla ex cathedra y, si no puede imitar al Papa, no le faltará para inspirarse la remembranza de un párroco locuaz, siempre eximido del argumento honesto gracias a las prerrogativas de su oficio retórico. Los festejados cinco siglos sin herejías es decir sin disenso en lo que pasa por fundamental se cobran a la larga un alto precio. Esa pedagogía persiste, secularizada, a diestra y siniestra. Cada cual tendrá sus experiencias. En una Universidad integrista un alumno  de  postgrado  me vio leyendo a Arnold Gehlen. Interrogado sobre mi lectura, empecé a comentarla. Mi interlocutor me interrumpió en el acto para decerrajar la pregunta clave: “Pero ese Gehlen, ¿es un autor de buena doctrina?”

O sea: garantías denihil obstat” para creer sin pensar; reclamo de un Denzinger con las sentencias sanas de un lado y firme anatema para las otras. Así las ideas se truecan en objeto de fe, es decir, en algo que se acepta en virtud  de  alguna  autoridad.  ¿Y  si hay varias  autoridades?  Entonces  hay  que  hacer como si hubiera una sola, con lealtad geográfica quien propicie ideas no garantizadas por la autoridad del distrito debe ser ignorado, al menos como medida cautelar. En tal atmósfera se erigen el cacicazgo y el ninguneo como estructuras culturales. Un mapa intelectual mostraría una arquitectura de pirámides diseminadas, con sus jerarquías hacia adentro y sus distancias hacia fuera.

Echemos un vistazo a las bases. La mayoría equipara el razonamiento con la inducción verbal. No hay hombre de campo que renuncie a pronosticar el tiempo por el aspecto de las nubes; discutible como es, se trata de una inferencia atendible, que de una serie de experiencias reales pasa a una hipótesis general. Diferente es la inducción verbal:  de tanto escuchar una serie de frases se cree haber constatado una verdad apodíctica. Todavía Lessing debía aclarar a   sus    contemporáneos   que    una    cosa    es    una experiencia  de  milagros  y  otra  una  experiencia  de

relatos de milagros.

Útil al proselitismo, la repetición palabrera es inútil al análisis; para la creación es letal. Un público acostumbrado a la inducción verbal se infantiliza, exige escuchar el mismo cuento con  las mismas palabras. La verdad, en vez de adecuación del enunciado con las cosas, pasa a convertirse en adecuación del enunciado con las expectativas habituales. Eliminada la sorpresa, se liquida exitosamente la posibilidad de un pensamiento suscitante. La tribu no piensa, acata.

En el caso de los caciques mismos, la relación con las ideas tiende a caracterizarse por  el  bluff, ardid que en  mala hora difundiera Cervantes  en  el Prólogo a su Don Quijote, sin sospechar qué estragos provocaría. El bluff entonces, pero reforzado con el poder intimidatorio de los pronombres posesivos: “Mi mujer, mi perro, mi idea. ¡Si usted se mete con ellos, tendrá que vérselas conmigo!”  Un  disenso  pasa  así por agravio personal, que se ventilará de acuerdo con los poderes e influencias de que se disponga. La primera regla que aprende el intelectual es abstenerse de discusiones; con los años, sabe cómo ningunear a las objetores mediante una minuciosa diplomacia editorial y académica. En esta Arcadia latinoamericana un Sócrates haría de aguafiestas. Se estila la cortesía hipócrita del vivir y dejar vivir, aun a costa de perder la facultad de objetar y responder, aun a costo de cultivar un pensamiento esencialmente inofensivo.

Discusiones con neotomistas latinoamericanos (búsquense los de cierta fama, abrumados por el peso de condecoraciones europeas  y  vaticanas) aleccionarán al benévolo lector sobre el carácter surrealista  de  la  situación.  Estos  “metafísicos”, civiles y eclesiásticos, imaginando estár más allá del silogismo, se quedaron más acá; son incapaces de seguir un argumento o de responder a una objeción. Para ser justos, no olvidemos a los “positivistas lógicos”   que   desconocen  la  Matemática, a los “lógico-matemáticos” que no pueden resolver los ejercicios del manual que plagiatoriamente escribieron, a las erudiciones tramposas de segunda mano y abigeato bibliográfico, a los hegelianos impertérritos que jamás pensaron qué problemas estaba Hegel intentando resolver, a los germanistas que ignoran el alemán, etcétera. No se trata ya de barbarie, sino de barbarie calificada, queriendo pasar por cultura. Podemos llegar a aceptar que alguien se ponga ases en la manga, pero se vuelve insoportable si encima nos asegura que es Dios Padre en persona el que se los coloca.

No se agudiza el ingenio para fundamentar una ocurrencia, sino para hablar como quien tiene autoridad. Insertos en estas condiciones sucumbe el diálogo crítico. Así los  artículos  culminan  su  vida con el modesto honor de la tipografía; quien de buena fe publica una idea, de hecho la sepulta. El disenso debe quebrar todos estos hábitos.

2

 

Una Teoría del Disenso Previene contra Consensos Vacuos y Polémicas Estériles. Los Tres Extravíos Heurísticos

Un disenso efectivo no sólo debe vencer las condiciones hostiles del medio. A ellas se agrega el carácter desconcertante de los actos de negación, que aspiran a cambiar el camino sin desandar lo andado y pueden acabar en un rodeo hacia lo mismo. Toda negación apunta a lo infinito, decimos “Yo” y es yo, decimos “No-Yo” y ahí cabe el  resto  del  mundo. Pero la negación ha de determinarse y volverse finita, si ha de ser fecunda. Una segunda negación, en este sentido, no nos debe retornar al punto inicial. La posibilidad agonal del pensamiento tiene propiedades dignas de atención, relacionadas con la heurística.

El disenso no es aditivo. Quien acumula sumas de dinero obtiene una nueva suma de           dinero, pero de la acumulación de discrepancias no resulta necesariamente una nueva    discrepancia. Dos historiadores pueden discrepar en cuanto a la existencia de Carlomagno     siempre y cuando coincidan en muchos otros aspectos de la figura.  Pero si un historiador     asevera que Carlomagno fue, por lo menos supuestamente, un varón nacido    en                     768, descendiente de Carlos Martel, rey de los francos, conquistador de la   Sajonia, coronado emperador en la navidad del 800... y el otro historiador discrepa en        cada uno de esos puntos (“Carlomagno nunca fue emperador, no conquistó la Sajonia, no     descendía de Martel sino de los merovingios, no  nació  en  el siglo VIII sino en el XII, no fue un varón sino una doncella”), el resultado final no será una mayor discrepancia. En     ese contexto, cuando un historiador asevera la existencia de la figura y el otro la niega     ambos están fuera de tema, hablando de asuntos distintos.

Probablemente todos admitiremos, como ley general, que debe existir un vasto terreno común para poder disentir sensatamente; problemáticas son las leyes especiales. Quienes  no  las  disciernen  se exponen a establecer consensos vacuos o alimentar polémicas estériles. Una heurística propone cursos aptos para la indagación a partir del disenso.

¿Pueden establecerse reglas específicas? Para obtenerlas introducimos una distinción. Podemos diferir en una cuestión de dos maneras básicas: por referencia s conceptos que aplicamos a los hechos. Cada caso impone un diferente rumbo para acercarse a un consenso, es decir,   una diferente estrategia heurística. Supongamos que dos psicólogos policiales no logran ponerse de acuerdo sobre si el sospechoso es inteligente. Pudiera ser que ambos psicólogos compartieran el mismo concepto de inteligencia, pero que difirieran en cuanto a los datos válidos.  Para poner fin a la discrepancia deben adoptar una heurística empírica: efectuar nuevas observaciones y controlarlas con más atención.

También puede ocurrir que los psicólogos coincidan en los hechos, pero que discrepen en el concepto de inteligencia. Aquí sólo una heurística conceptual,   analizando   lo   que   se   entiende  por “inteligencia”  puede   contribuir  a  resolver   el problema.

Pero si los dos expertos no  advierten  dónde está el punto de controversia y en qué rumbo pueden converger, entrarán en una polémica estéril. Si coinciden sólo en el concepto, sería inútil que se abocaran a pormenores del mismo para llegar a un acuerdo; bautizaré este malentendido como Extravío del Hecho. Si coinciden sólo en los datos, inútil sería que ambos se entregaran a recopilar  más observaciones empíricas para deponer  diferencias; eso sería un caso de Extravío del  Concepto. Podemos formular entonces dos reglas: Cuando la diferencia es fáctica, no busques más conceptos. Cuando la diferencia es conceptual, no busques más hechos.

Pero ¿qué sucede si nuestros  expertos discrepan tanto en el concepto como en los hechos sintomáticos?

En ese caso la acumulación de discrepancias puede traducirse en una pérdida de la cuestión (como en el caso de los historiadores y Carlomagno), o peor aún, en un consenso vacuo, que encubre  la divergencia tácita. Voy a llamar a esto el caso del Extravío Doble. El primer psicólogo escucha al sospechoso y piensa: “Las personas que manejan el lenguaje fluidamente son inteligentes y él se expresa muy bien, por lo tanto no caben dudas de que es inteligente”. El otro se dice: “Las  personas  que hablan de forma entrecortada  suelen  reflexionar  lo que dicen, lo cual es un signo inequívoco de inteligencia; como este hombre se expresa sin mucha fluidez, hay que considerarlo inteligente”. Y en el momento de enunciar su conclusión, los  colegas creen coincidir: “Estamos de acuerdo, el acusado es inteligente”. Y los que escuchan  repiten:El punto está claro, los expertos piensan lo mismo”.

La regla heurística será: Cuando un consenso está rodeado de disenso, investiga materialmente las razones del consenso; y respectivamente, aunque algo trivial: Cuando un disenso está rodeado de consenso, investiga formalmente las razones del disenso.


 

Lo que vengo exponiendo es  adrede esquemático, una explicación somera y local de una intuición global, que sólo  puedo  describir  mediante una analogía. Digamos así: lo que el sentido del humor es al chiste, eso es la perspicacia intelectual a las cuestiones teóricas. Se puede enseñar una serie de chistes, pero no se puede creo yo enseñar el sentido del humor.

Una reflexión filosófica Frege proponiendo un insólito simbolismo lógico o Heidegger retraduciendo a Anaximandro,  por  tomar  dos ejemplos al azar presupone en el que escucha una capacidad de ver dónde está la  gracia del chiste, la pointe de la cuestión. Si un pensador se dirige a un público imperspicaz se coloca en la misma situación penosa que un cómico agudo ante un auditorio privado del sentido del humor; nada raro que recoja una silbatina y sea reemplazado por un cómico improvisado, que con ademanes groseros relate a ese público chistes de tono subido. Es claro que el pensador no tiene control sobre su público, pero quien es parte del público puede recordar la analogía para beneficio propio, aprendiendo el arte de leer lentamente y no prejuzgar.

En el tema metodológico que nos ocupa la pointe está en advertir,  cuando  surge  una divergencia, si ella está ubicada en el sujeto empírico o en el predicado conceptual, para elucidarla con los medios más aptos. Me apresuro a añadir que mi esquema de tres extravíos deja de lado varias complicaciones: el esquema es bidimensional, como si sólo hubiera hechos y conceptos, dejando de lado la profundidad, emotiva o no, de una experiencia; además pudiera ser que los famosos “hechos” estuvieran a su vez compuestos de conceptos y otros  hechos  más básicos; también pudiera ser que los conceptos, empíricos,      teóricos      o      normativos,      siempre trascendieran  aquel  factum  al  que  se  aplican.  Pero tales complicaciones (tridimensionalidad, composición y trascendencia)  no  afectan mayormente los rasgos generales de lo que aquí propongo acerca de los extravíos y la heurística pertinente. Sólo quiero destacar, primero, que una discrepancia conceptual no necesita ubicarse en la definición, puede estar en la red  de  relaciones teóricas en que se aloja  el concepto.  Segundo,  que una discrepancia fáctica no necesita estar en el conjunto de hechos aceptados sino en los rasgos que en ellos se destacan[1].

— 3

La Práctica del Disenso Corrobora

la Teoría

 

La miniteoría precedente establece  la posibilidad de tres extravíos heurísticos y formula reglas para enfrentarlos. La teoría debe pasar el test de la aplicación  práctica  mostrando  infracciones reales contra las reglas heurísticas y, aunque  esté claro quién le pone el cascabel al gato, no está dicho a qué gato ha de ponérsele el cascabel. Entre los múltiples candidatos opto por ciertas exposiciones de Alberto Buela, director de la revista DISEИSO. Lo hago, antes que nada, porque Buela practica generosamente el disenso  intelectual,  denunciando sin ambages desde los galimatías de Heidegger hasta las inatingencias de Disandro. Ha de aplaudirse esta iniciativa de Buela que, en un medio hostil al diálogo crítico, por fin lo inaugura y ¿qué mejor aplauso que examinar con atención lo que propone, con la misma severidad que él ejerce con sus antagonistas?

Además, Buela exhibe disensos en cuestiones importantes, cuestiones que seguirán vigentes por mismas, fuera lo que fuese de mi teoría. Me parece indicado ponerla  a  prueba  con  ejemplos de  carne  y hueso, de tal modo que por un acto autoreflexivo se dispute, al mismo tiempo, sobre una temática y sobre el disputar. Por último, para   no  herir susceptibilidades,   hay   que   disentir   con   los   que disienten, como se pelea con los que combaten[2]. Y si estoy obligado a disentir aquí y allá con Buela in actu signato, coincido por ese hecho con él in actu exercito, subiendo con él al mismo cuadrilátero. Pero basta ya de preliminares.

En su artículo “Religión y Modernidad en América”[3] Buela enuncia reparos frente a las severas tesis  de  Carlos  Disandro  acerca  de    la  religiosidad que se instaura en América. Para tranquilidad del público,  Buela  aclara  que  Disandro  ha  dado  falsa alarma, que en lo atañedero a religión las cosas están en buenas manos y no hay motivo de inquietud.

Buela no  rechaza  el pensamiento  disandriano in toto, hay reconocidas coincidencias y discrepancias. Pero tal vez algunas reconocidas coincidencias sean un resultado accidental de divergencias sustanciales,  mientras  que  las reconocidas discrepancias amenacen  encaminarse  a un rumbo desacertado. Creo que las reflexiones del citado artículo resumen espléndidamente todos los extravíos heurísticos: el extravío doble, el conceptual y el fáctico. Explicaré por qué, en ese orden.

Tanto Buela como Disandro coinciden, por ejemplo, en el rechazo de la Teología de la Liberación. Pero acaso este rechazo provenga de la yuxtaposición de divergencias. Como antes en  el caso de los dos psicólogos, pudiera ser que nos encontráramos con un extravío doble. Disandro pensaría:

“Sólo es admisible una Teología que coincida esencialmente con el principio teándrico. El contenido esencial de la Teología de la Liberación es la negación del teandrismo. Por lo tanto hay que oponerse a ella”.

 

Y pudiera ser que Buela  estuviera  pensando otra cosa, que es aún más distinta porque al final parece ser lo mismo, como si dijera:

 

“Sólo es admisible una Teología que coincida esencialmente con la radicación telúrica (p. ej., mediante la Pacha Mama y la Difunta Correa) del mensaje universal de la Iglesia. El contenido esencial de la Teología de la Liberación, un producto europeo, es  la negación de la radicación telúrica del mensaje universal. Por lo tanto hay que oponerse a tal Teología”[4].

Obviamente, la coincidencia es vacua. Probablemente esto podría hacerse extensivo a otras coincidencias aparentes entre Disandro y Buela, que valdría la pena estudiar. Porque sólo en el terreno de la  apariencia  pueden  asimilarse,  bajo  el  rótulo  de “pensadores nacionales”, un filólogo gibelino, recalcitrante defensor de las soberanías nacionales, y un adalid folklórico de la Internacional vaticana.

 Pasemos al Extravío del Concepto. Disandro afirma en diversos escritos que la religiosidad que se despliega en Hispanoamérica es la del Barroco, la de Trento y su Contrarreforma, ansiosa de una seguridad mental, una  religiosidad  de  la cual la  Compañía  de Jesús sería  la expresión más acabada[5].  Como era de prever, Buela niega esto; sorprendente  son  las razones que invoca. En vez de apuntar a una discrepancia conceptual, cree que se trata de aportar más datos empíricos:

[ANTÍTESIS]  La  religión  que  llega  a  América  no  es producto  ni  del  ecumenismo  vaticano- mundialista  ni  del  vacuum  barroco  del racionalismo jesuítico”[6]

[PRUEBA] “La religión que llega a nuestras tierras es pre-moderna. Es el catolicismo bajomedieval anterior a la modernidad. Anterior a la revolución mundial para hablar como Christopher Dawson. Ni siquiera <los primeros> son los jesuitas, que ciertamente poseen rasgos modernos, pero que llegan 80 años después del descubrimiento y fueron expulsados en 1767, sino órdenes tradicionales y enfrentadas <después> a ellos como los dominicos (1510), los franciscanos (1511), los mercedarios (1513) y los agustinos (1523)”[7]

Pero es más que improbable que se trate de este tipo de cuestiones, al estilo sit venia verbo de ganador y placé en una competencia hípica[8].

El punto de la controversia está en las tendencias predominantes en la  religiosidad americana. Desde luego, hay que tomar algunos puntos de partida empíricos: al abordar su análisis Disandro toma en cuenta  las estadísticas de   EmilioScherer  y  los  trabajos  del P.  Pascual Lacroix [9]  más datos históricos, como la extinción de la cultura coral. Ciertamente sería un argumento espectacular contra Disandro, si se probara que el coro  se extinguió en Europa mientras que se difundió en la América española al modo típico del medioevo, que la pedagogía de Trento no incidió en nosotros, etc. Pero en los aspectos empíricos coinciden los dos contendientes, difieren en cambio en cuanto al concepto en que deben ser  subsumidos.  Puede  ser que una elucidación conceptual provoque un enriquecimiento que conduzca a una nueva búsqueda de datos; entonces surgiría una polémica promisoria. Lo   equivocado   aquí   es   dar   vueltas   sobre   datos conocidos o fatigar enciclopedias con fechas de llegada cuando la cuestión apunta a otros rumbos. Constatamos aquí un extravío del concepto.

Concluyo con un Extravío del Hecho. Buela sostiene que con la colonización se dio en el orden racial un mestizaje envidiable y que éste causaría, condicionaría o fluiría paralelamente con el surgimiento, en el orden cultural, de una conciencia nueva, con una cosmovisión propia y una forma específica de religión[10]

Aquí uno aguarda, ávido de más detalles, pues se trata de hechos importantes, poco estudiados y abiertos a la controversia. Se precipitan preguntas sobre preguntas: ¿Había una raza aborigen o varias? Vinieron godos e íberos: ¿con qué etnías europeas se mezclaron las razas amerindias? Si dos etnías poseen disposiciones  biopsíquicas  divergentes,   ¿provocará su mestizaje una complementación o una neutralización? Con la terminología de Broca y de Baker: ¿hubo una hibridación paragénetica o una eugenética?  En     el  orden  cultural:  ¿es esa “cosmovisión propia” más fuerte allí donde la mestización es mayor? ¿Qué elementos de juicio indican que ha surgido una nueva forma de conciencia y no, como sostiene M. Góngora,  una mera recepción pasiva de los resultados de la cultura europea?

Esta temática da gritos por referencias empíricas. Pero para esclarecernos, en vez de dirigir la mirada  a  las  facticidades  de  Genética, Antropología Física, Sociología e Historia,  Buela pasa a exponernos… ¡el concepto de mixtum de la química escolástica! Para redondear distingue prolijamente al mixtum del concepto de substancia incompleta (muy conversado  en  neoescolástica  por las objeciones del jesuita Palmieri), sin perdonarnos una mención de la división analógica, diferente de la unívoca[11].

Pudiera ser que tales conceptos, claramente obsoletos, poseyeran relevancia en otro contexto, no en éste. Aquí asistimos a un llano escamoteo de los hechos en nombre de abstracciones inasibles. Un canje del oro de los datos por conceptos  en bancarrota y otras cuentas de colores. En vez de indagar en el sujeto empírico, sea la magnitud y las características de ese mestizaje, sea la existencia de una nueva conciencia, Buela descarga entre hurras y vítores un predicado valorativo: sea en cuanto a la cohesión étnica, sea en cuanto a la unidad de la conciencia colectiva, no hay problemas, todo  está bien, todo está en perfecto  equilibrio,  como  el mixtum perfectum de la química escolástica.. No veo un ejemplo más diáfano del extravío del hecho[12].




Un reconfortante ejemplo de buena heurística lo  hallamos  en  Mario  Góngora   (cf.   CC    46, pp. 13–16) que para determinar si puede hablarse en América de una nueva  cultura  o sencillamente  de una zona de frontera donde el influjo español llegaba con   menor  brío, se  atiene  a   hechos historiográficamente accesibles, revisando incluso las bibliotecas coloniales[13].  Lo mismo  vale  para las indagaciones atinentes a la Antropología física, a la posibilidad de algunos mestizajes eugenéticos, o a la fusión de razas patriarcales (ver CC 26, p. 5). Todo esto solicita una investigación empírica, por cierto ardua. J. M. de Mahieu encabeza dos expediciones  para  comprobar  sus  ideas.  Buela,  que apuesta a la inducción verbal, corrobora sus afirmaciones citándose a mismo[14].

Los tres extravíos quedan así suficientemente ejemplificados. Rara vez los ejemplos de carne y hueso sirven para ilustrar didácticamente  las teorías.

“Religión y Modernidad” constituye una  de  esas raras y felices excepciones al lector interesado por la heurística quiero invitarlo a una atenta lectura de ese artículo.

 

4

 

Una propuesta de crítica constructiva y heurística conceptual

 

Donde  Buela  cree  encontrar  inatingencias  de Disandro hemos hallado  un extravío conceptual por parte del disentidor. Quiero cerrar este ensayo indicando qué heurística conceptual me parece adecuada para evitar la polémica estéril y apreciar en justicia lo que Disandro nos está proponiendo.

Coloquemos Medievalidad y Modernidad en una red de relaciones conceptuales. La distinción disandriana visibilia/invisibilia puede declararse por comparación con la separación kantiana de fenómeno/noúmenon. Podemos discernir entre una realidad perceptible y otra que no lo es no porque en ella ubiquemos a los ángeles, sino porque hay nexos y dimensiones que no son en mismos perceptibles. Ni una ley de la naturaleza, ni un pensamiento, ni una institución, ni el lenguaje están correlacionados con un grupo específico de datos sensibles.

Diciendo   perceptible/imperceptible   seguimos al principio una denominación extrínseca a las cosas: la demarcación se refiere a un sujeto que puede percibir o no. Pero si pensamos que hay dos tipos de entidades que por naturaleza propia responden a uno u otro lado de esa dicotomía, se plantea el problema de ubicar esas entidades y  averiguar  la  relación  en que se hallan. Para Kant lo que hay de imperceptible se reparte entre las construcciones del sujeto, que informan una materia sensible, y el noúmenon, que está escindido del sujeto, posee realidad, pero resulta incognoscible.

Disandro piensa los visibilia e invisibilia como entidades en unión íntima, cuya relación arquetípica es la expresión, como en la palabra, en la experiencia estética, en el culto, en la acción teleológica. Allí hay una dimensión sensorial y otra dimensión que  la inhabita y la trasciende. La mentalidad medieval poseería una experiencia profunda por ubicar los objetos perceptibles en esa relación expresiva; la mentalidad medieval discurriría por la categoría de mediación, típica del signo y del orden de los significados, por oposición al orden mecánico de las facticidades. Paradigma de la relación entre visibilia e invisibilia sería también la unión hipostática de dos esencias con un solo modo subsistencial[15].  Conocer una cosa al modo medieval sería saber  qué expresa, qué significa en el orden global, no averiguar los componentes de la cosa, medirla, pronosticarla o reproducirla perfectamente en la representación.

Desde tal perspectiva,  el  Renacimiento alteraría la relación de visibilia e invisibilia, sea con su identificación (como en cierto  ímpetu panteísta), sea con una debilitación de su unidad. La categoría de mediación cesa de estructurar la experiencia. La Reforma luterana, al igual que la naciente Física, combate la mediación; en ambas se busca la inmediatez de la fuente respectiva: el teólogo en la Biblia, el físico en la experiencia. La mediación tradicional, sea aristotélico-teológica o aristotélico-física, se vive como una opaca intercalación. Para la salvación no es ya necesaria la intercesión de los santos, ni la oración de los monjes, ni la inserción en una estructura jerárquica, ni la participación  en  la vida divina mediante el  sacramento. La vía de los signos ni es unívoca ni funda la certeza.

La Contrarreforma quiere responder a la Reforma de modo inmediato y urgente con una garantía de certeza inconmovible: no responde entonces  recuperando  la  mediación  medieval,  sino definiendo en Trento un canon bíblico, dogmático y ético, que ha de ser enérgicamente propagado. Aquí nace el Santo Tomás munido de una autoridad avasallante, que el medioevo desconoció.

El Barroco consumaría el distanciamiento: los visibilia son el objeto de la ciencia, que potencia con instrumentos  la perceptibilidad y  con  la  matemática la inteligibilidad. Cuando la física traduce los conceptos cualitativos en conceptos  métricos  se puede aplicar a los visibilia el álgebra y el cálculo infinitesimal. Los invisibilia serán el objeto de la metafísica racionalista, ahora como un mundo  del más allá. En Descartes se vuelve problemática la comunicación de res extensa visible y res cogitans invisible. Con la crítica de Kant culminaría el alejamiento: los invisibilia son, como noúmenon, el ámbito de la moralidad y la razón práctica; los visibilia, como fenómenos, el objeto de la ciencia, de la razón teórica. La armonía se logra por separación de  apariencia   y  realidad,  donde  cada  una  puede ocupar el lugar de la otra, denunciarla o ser denunciada[16].


    Disandro nos diría que la filosofía kantiana expone los resultados terminales del movimiento centrífugo entre visibilia e invisibilia. Que Kant sólo explicita en Filosofía el proceso que ya  estaba operante en la cultura europea al cabo del Renacimiento.  Al  mismo   tiempo,   el  pensamiento católico no puede ni evitar a Kant ni competir con él. El intento de restaurar la metafísica tradicional es ridículo habiéndose liquidado las experiencias que pudieran suscitarlo y el contexto científico con ella compatible. Las famosas pruebas de la existencia de Dios, por ejemplo, no pueden competir con los patrones de racionalidad de la Edad Moderna.

En este sentido, creo yo, con esta heurística conceptual de Medievalidad y Modernidad, podemos repreguntar qué espiritu religioso llega a nuestra América, qué procesos desencadena. Esto  es  ya terreno de  la Historia de  la Cultura. Pero el espíritu de Trento, con sus codificaciones racionales, sus infantiles reaseguros apologéticos, sus fijaciones doctrinales (la nueva Vulgata para la teología bíblica, S. Tomás para la teología dogmática y moral) no es ya el espíritu medieval. La seguridad que Trento quiere es la que Descartes puede, por un momento, ofrecer. Esto tiene graves consecuencias para nosotros, en la medida en que somos tributarios de ese espíritu. Una interpretación de Hegel, de Heidegger, de Nimio de Anquín, de Disandro se torna imposible desde la mentalidad tridentina: se trata de reflexiones sobre problemas que para esa mentalidad no se plantean ni pueden plantearse seriamente. Asimismo  esa mentalidad yace exangüe; buscaba  cartesianamente una certeza inconmovible y obtuvo fracasos estrepitosos, chocando con la Física primero, con la Biología y la Filología después. El espíritu de Trento no tuvo mejor idea que emprender la huida hacia delante e imaginar, desesperadamente, un  nuevo criterio    de    certeza:    la   infalibilidad   pontificia  proclamada por el Concilio Vaticano I y una restauración escolástica de guardaespaldas[17]. Ahí se agotan las instancias, sin duda. Dan  ya  un  franco paso en  la parodia quienes defienden  al catolicismo confesando que no importa si podemos o no creer en él, que basta con el hecho bruto de su existencia para que debamos  acatarlo como esencial e insustituible[18],   —    sin  posibilidad  de  disenso.  Pero ¿qué religiosidad sería ésa? Y ¿a quién sirve?



 Las   tesis   de Disandro, aun si queremos combatirlas, exigen la generosidad de un logos concipiente. Nietzsche advertía:

“Para medir la sutileza o debilidad natural de los cerebros, así sean los más ingeniosos, préstese atención a cómo comprenden y exponen las opiniones del adversario: ahí se delata la medida natural de cada intelecto. El sabio perfecto, sin querer, idealiza a su adversario ylibra a la tesis antagónica de toda mancha y contingencia. Sólo después de haber transformado así a su adversario en un dios de armas relucientes, entabla la lucha contra él”[19].

 

Esto vale para todos nosotros, sobre todo para los posibles antagonistas: la memoria que guardemos de Disandro no lo juzga a él sino a nosotros. Acaso sean las heurísticas disparatadas con que se rechaza a Disandro la mejor confirmación de sus apreciaciones sobre el barroco hispanoamericano y su quebrada inteligencia.

Un ánimo dócil a lo ctónico nunca merece un destino solar. Dispersas en la América Románica yacen las ruinas mudas de un espíritu abatido. Quien lo toma como fuente jura en falso, quien quiere restaurarlo ha desertado. Los púlpitos del perjurio evocan, a su modo, grandezas que no tenemos ni tuvimos, como queriendo exorcizar  las potencias de la nada con el vacuo sermón de los obtusos. Su pregón se acalla, el tiempo corre. Arde en letras de fuego ese dilema que Disandro nos pusiera de destino: o crear, o perecer.

CARLOS DUFOUR


 



[1] Comparar por ejemplo: “Juan murió el sabado porque trabajó excesivamente el viernes 13” y “Juan murió el sábado porque trabajó excesivamente el viernes 13”. Según dónde se ponga el énfasis pasamos de la fisiología laboral a la creencia supersticiosa.

[2] Prolongando la comparancia de Wittgenstein: Ningún pugilista se ofende con otro que lo enfrenta en buena ley — a menos que se trate de un boxeador falsificado, cuya entera reputación se deba a la conjunción de intereses espúreos al deporte, promotores venales y peleas arregladas.

[3] DISEИSO 12(1997), pp. 49–54. En su editorial, p. 6, declara Buela espontáneamente: “Moverse dentro del no-conformismo es muy fácil si uno lo hace en forma acrítica (...) Lo difícil es hacerlo críticamente”. Efectivamente, y no sé si el mismo Buela se percata de cuánta verdad exudan sus palabras.

[4] Buela escribe a propósito de esa Teología, con vocabulario algo mercantil: “No es un secreto para nadie que sus representantes más conspicuos así como sus categorías de análisis son ambos productos europeos” (p. 53). Aquí el dialéctico pondría en duda que el predicado “... es un producto europeo”, aplicado a una idea, la califique o descalifique. Al rebajar la cotización de los productos europeos en la plaza local Buela  parece confundir el contexto de descubrimiento de las ideas y teorías con el ámbito de su validez. No es un secreto para nadie – replicará el dialéctico – que la Física y la Lógica podrán ser “productos europeos” pero que la validez de sus leyes no sufre merma en las proximidades de Sudamérica. Además es probable que toda la teología conocida sea un “producto europeo”, con lo cual un Buela consecuente serrucharía la rama en la que está sentado. — Bien, pero éstos son el tipo de reparos dialécticos, que como anuncié al principio, conviene aquí relegar.

[5] Vid. “La Quiebra del Hombre Barroco”, en Argentina Bolchevique, La Plata: Ediciones Hosteria Volante, 1960 (1960), pp. 21-41. El contacto entre el afán de seguridad de la Contrarreforma y el cartesianismo no ofrece mayores dificultades.

[6] Loc. cit., n. 3, p. 52.

[7] Ibid., pp. 52-53.

[8] Esta heurística inapropiada llevaría, por ejemplo, a debatir si la Societas Jesu, fundada recién a partir de 1534, no vino después de todo con suficiente celeridad, si los años de 1572 a 1767 son pocos o son muchos, si la influencia de la Compañía fue en ese lapso más o menos fuerte, si la influencia se ejerce sólo por una presencia geográfica y similares. Además ¿qué pasaría si el primero en llegar hubiera sido un viking pagano? Etc. — Todo esto es inconducente.

[9] Vid. “La Quiebra del Hombre Barroco”, p. 21.

[10] Op. cit., p. 52.

[11] En realidad, Buela habla de un todo que sería “análogamente diferente” (p. 52) de sus componentes — lo cual es inexacto, pero no importa, porque él persigue un propósito retórico, ornamental. Cierto público se deja intimidar por la jergas técnicas, las palabras de prestigio metafísico, los nombres célebres, el bluff. Buela, que no vive recluido en la torre de marfil, se ve compelido a hacer estas concesiones al medio, para ser escuchado como quien tiene autoridad.

[12] Si bastara manipular conceptos de prosapia escolástica para tomar la palabra como quien tiene autoridad, con el mismo derecho podrían adoctrinarnos ciertos eruditos skinheads en la detractación del mestizaje. Nos dirán: “De los españoles lascivos y las amerindias violadas no se generó un mixtum perfectum, sino una corruptio subjecti por inhesión de cualidades contrarias. No surgió una cultura nueva, que hubiera sido unidad de estilo en pluralidad de manifestaciones, sino una barbarie involutiva, una asimilación brutal de principios contrapuestos, una forma cadavérica sobre un cuerpo derrotado, una conciencia desdichada sin posibilidad de autoconciencia”.

Frente al Catolicismo americano que Buela (p. 53) proclama como esencial e insustituible, podrían proseguir los skinheads: “La Naturaleza necesita más de mil generaciones para formar una raza, los hombres muy pocas para bastardearla. La doctrina del Pecado Original sólo cunde allí donde se presiente la deshonra de la sangre, allí donde el sexo se vuelve algo vergonzoso y sucio, allí donde el propio nacimiento delata una culpa y alimenta un resentimiento, allí donde el único alivio sería poder creer que todos los demás padecen el escozor de ese oprobio. Fue así en el fin de la Antigüedad, cuando el caos étnico se propagaba paralelamente al cristianismo; fue también así en América Colonial, cuando el bastardaje de razas coincidía con la conversión forzada. Y no podía ser de otra manera: el judeocristianismo, concibiendo al Ente como creatura, como el engendro impuro del Ser helénico y la Nada semita, traduce instintivamente el bastardaje ontológico en bastardaje racial, destruye las estirpes en nombre de un monoteísmo universal, pisotea el honor en nombre del amor. La corruptio subjecti es la causa y el efecto de la ideología judeocristiana. Si no acabamos con ella, ella acabará con nosotros”.

En verdad, si cada cual puede invocar aquí el concepto filosófico que le viene en gana, esta posición sería por lo menos tan respetable como la de los apologistas del mestizaje, quienes sin aportar más datos nos conminan a que veamos a una Dulcinea del Toboso en lo que a lo mejor es una Aldonza Lorenzo. La idealización del problema mediante el concepto de corruptio subjecti sólo puede ser enfrentada con una mirada serena hacia cosas y hechos, con un saludable empirismo y una alegría por lo real. No hay ningún motivo para cambiar de estrategia heurística con quienes agitan el concepto, igualmente tendencioso, del mixtum perfectum.

[13] Si se trata de averiguar el número de vértebras de un animal, hay que contárselas, no reflexionar si los vertebrados caen bajo el concepto de compuesto hilemórfico. Pero el barroco latinoamericano ama las comodidades del verbalismo.

[14] Cf. p. 52 donde Buela cita entre comillas el fragmento de Buela, El Sentido de America (1990), p. 57. Algunos lectores pedantes encuentran llamativo que en las pp. 33-34 de la obra de 1990 se hable de lo indio como principio pasivo particularizante y de lo católico como principio activo universalizante, lo cual sugiere una unión hilemórfica de materia y forma. Tales lectores protestan porque, en la jerga escolástica, materia y forma son justamente substancias incompletas y no mixtos, contra lo explíctamente afirmado en p. 57 y repetido en el artículo, que estamos ante un mixto y no ante substancias incompletas. Entonces – dirán – lo indígena y lo católico son y no son substancias incompletas. — Bien, si hubiéramos de tomar estas explicaciones en serio, se trataría efectivamente de una contradicción. Pero esos lectores pedantes deberían comprender que Buela, cuando les informa que está “hablando metafísicamente” quiere señalar que escribe así, al pasar, como en una plática informal. No hay que ser tan esquemáticos.

[15] Allí la esencia humana está “abierta”, carece de subsistencia propia, y la esencia divina “cierra” la naturaleza humana en la persona del Logos. Las dos naturalezas estarían unidas sin confusión y distinguidas sin separación. Teandrismo significa esa unión hipostática pensada como principio operativo y arquetípico de visibilia e invisibilia.

[16] Apariencia y realidad conviven en un equilibrio inestable. Compárese con el péndulo teológico del docetismo al arrianismo, que oscila desde ”Cristo es un dios que sólo aparece como hombre” hasta ”Cristo es un hombre que sólo aparece como dios”. Puede pensarse también la “naturaleza divina” como insumiendo la dimensión axiológica de la realidad, la “naturaleza humana” como la facticidad inmediata de la vida, cuyo último sentido puede estar en la muerte, la autonegación y la cruz. Si una cultura quiere unir esas dos dimensiones ontológicas mediante el par apariencia y realidad (acaso postulando un Sollen o un Ich que engendran el Sein apariencial) en algún momento se probará la permutación obvia, denunciando el mundo axiológico como una apa-riencia del mundo empírico-vital, al cual pertenece la completa realidad.

Por la posibilidad de esas analogías iluminadoras, por ofrecer una forma de conciliación de opuestos, es el teandrismo, a los ojos de Disandro, un principio operativo de intelección. Puede haber acá una feliz intuición; en última instancia, el catolicismo no necesita ser tan limitado como sus bulliciosos panegiristas.

[17] Rosenberg observaba que, hasta ese Concilio, Cristo había sido representado por el Papa — de ahí en más quedaba depuesto. Pero ya la declaración de infalibilidad es una hipérbole involuntariamente humorística, que sugiere lo contrario de lo que se propone, como si una Penélope comunicara al politrópico Ulises: “Voy a decirte dos cosas importantes: primero, te he sido fiel. Y segundo: ¡es verdad!” Una solemne declaración de infalibilidad delata una Iglesia íntimamente aterrorizada por la duda.

18 Buela, p. 53. Hume indicaba: “Blame not so much the ignorance of these reverend gentlemen. They know how to change their style with the times”. Goethe, aún más breve: “Unsterblich ist der Pfaffen List!”

 19 Morgenröte, V, § 431. Confieso que también me animó para escribir este artículo, penitencial e ingrato, el parágrafo precedente, el 430.




 

 

 

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