Cuando el "disenso" se proclama y se ventila por todos los medios y en todos los ambientes, es conveniente saber qué se entiende por tal y usar para el efecto la heurística apropiada. Este texto de nuestro difunto camarada Carlos Dufour (m. 2020) pone los puntos sobre más de una "i" y nos plantea una teoría y una práctica consecuentes (Artículo publicado en Ciudad de los Césares 49, Junio/agosto de 1998).
Teoría y Práctica
del Disenso
L
L |
A Carlos Disandro, en entrañable recuerdo
Me propongo formular algunas
reflexiones que atañen a la heurística del disenso.
En la primera sección
describo la situación que dificulta
su ejercicio. Después expongo una apretada
teoría de los extravíos heurísticos. En la sección tercera
trato de confirmar
lo precedente con ejemplos concretos, relegando en ellos – muy a mi pesar – el aspecto dialéctico. Concluyo con una propuesta constructiva de heurística conceptual a partir del ejemplo
anterior.
— 1 —
Nuestro medio neglige la discusión, favorece los cacicazgos, incita a la inducción verbal
Wittgenstein observaba que el filósofo que no discute
es como un boxeador
que jamás sube al ring. En Latinoamérica se estila una convivencia más pacífica, con elogios
recíprocos y desdenes simétricos. Cuando se puede, se ignoran
los problemas, se olvidan
los argumentos, se pronuncia
un escueto: “No comparto la posición
X” y aquí no ha pasado nada. Cuando el trueque de adulaciones y distancias fracasa,
se amaga, a veces, una disputa –
como dos que amenazan
irse a las manos,
tras haberse
cerciorado de
que rondan
suficentes comedidos prontos a separarlos. A un pensamiento chato corresponde un debate estólido: no
hay objeción,
hay rezongo; no hay réplica,
hay reproche; no hay análisis, hay simplificación.
El fénomeno proviene,
entre otras causas, de una muy dilatada pedagogía
religiosa en Latinoamérica,
una pedagogía del Amén, para la cual las evidencias cuentan menos que los
actos
de
fe, para la cual la reflexión libre configura un delito
de desacato. El intelectual
habla ex cathedra y, si no puede imitar al Papa, no le faltará
para inspirarse la remembranza de un párroco
locuaz, siempre
eximido del argumento honesto
gracias a las prerrogativas de su oficio
retórico. Los festejados cinco siglos sin herejías — es decir sin disenso en lo que pasa por fundamental — se cobran a
la
larga un alto
precio. Esa pedagogía
persiste, secularizada, a diestra y siniestra. Cada cual tendrá sus experiencias. En una Universidad integrista un alumno
de
postgrado me vio leyendo a Arnold
Gehlen. Interrogado sobre mi lectura,
empecé a comentarla. Mi interlocutor me interrumpió en el acto para decerrajar
la pregunta clave: “Pero ese Gehlen,
¿es un autor de buena doctrina?”
O sea: garantías de “nihil obstat”
para creer sin pensar; reclamo de un Denzinger con las sentencias sanas de un lado y firme
anatema para las otras.
Así las ideas se truecan en objeto de fe, es decir, en algo que se acepta en virtud
de alguna autoridad. ¿Y
si hay varias autoridades? Entonces hay que hacer como si hubiera
una sola, con lealtad
geográfica — quien propicie
ideas no garantizadas por la autoridad del distrito
debe ser ignorado, al menos como medida cautelar. En tal atmósfera
se erigen el cacicazgo
y el ninguneo como estructuras culturales. Un mapa intelectual mostraría una arquitectura de pirámides diseminadas, con sus jerarquías
hacia adentro y sus distancias hacia fuera.
Echemos un vistazo
a las bases. La mayoría equipara el razonamiento con la inducción verbal. No hay hombre
de campo que renuncie
a pronosticar el tiempo por el aspecto
de las nubes; discutible como es, se trata de una inferencia atendible, que de una serie de experiencias reales
pasa a una hipótesis general.
Diferente es la inducción verbal:
de tanto escuchar una serie de frases se cree haber constatado una verdad apodíctica. Todavía Lessing debía aclarar a sus
contemporáneos que
una
cosa
es
una experiencia
de milagros y otra una experiencia
de
relatos de milagros.
Útil al proselitismo, la repetición palabrera es inútil al análisis;
para la creación es letal.
Un público acostumbrado a la inducción
verbal se infantiliza, exige escuchar el mismo cuento
con las mismas palabras. La verdad,
en vez de adecuación del enunciado
con las cosas,
pasa a convertirse en adecuación del enunciado con las expectativas habituales. Eliminada la sorpresa, se liquida exitosamente la posibilidad de un pensamiento suscitante. La tribu no piensa, acata.
En el caso de los caciques
mismos, la relación con las ideas tiende a caracterizarse por el
bluff, ardid que en mala hora difundiera Cervantes
en el Prólogo a su Don Quijote, sin sospechar qué estragos provocaría. El bluff entonces, pero reforzado con el poder intimidatorio de los pronombres posesivos:
“Mi mujer, mi perro, mi idea. ¡Si usted se mete con ellos, tendrá que vérselas conmigo!” Un disenso pasa así por agravio personal, que se ventilará de acuerdo con los poderes
e influencias de que se disponga. La primera regla que aprende el intelectual es abstenerse de discusiones; con los años, sabe cómo ningunear a las objetores
mediante una minuciosa diplomacia editorial y académica. En esta
Arcadia latinoamericana un Sócrates haría de aguafiestas. Se estila la cortesía hipócrita del vivir y dejar vivir,
aun a costa de perder
la facultad de objetar y responder, aun a costo de cultivar
un pensamiento esencialmente inofensivo.
Discusiones con neotomistas latinoamericanos (búsquense los de cierta fama, abrumados por el peso de condecoraciones europeas y vaticanas) aleccionarán al benévolo
lector sobre el carácter surrealista
de
la situación. Estos “metafísicos”, civiles
y eclesiásticos, imaginando estár más allá del silogismo, se quedaron más acá; son incapaces de seguir un argumento
o de responder a una objeción. Para ser justos,
no olvidemos a los “positivistas lógicos”
que
desconocen la Matemática, a los “lógico-matemáticos” que no pueden resolver los ejercicios del manual que plagiatoriamente escribieron, a las erudiciones tramposas de segunda mano y abigeato
bibliográfico, a los hegelianos impertérritos que jamás
pensaron qué problemas estaba Hegel intentando resolver, a los germanistas que ignoran el alemán,
etcétera. No se trata ya de
barbarie, sino de barbarie calificada, queriendo pasar por cultura. Podemos
llegar a aceptar que alguien se ponga ases en la manga, pero se vuelve insoportable si encima
nos asegura que es Dios Padre en persona el que se los coloca.
No se agudiza el ingenio para fundamentar una ocurrencia, sino para hablar como quien tiene autoridad. Insertos
en estas condiciones sucumbe el diálogo crítico.
Así los artículos culminan su vida con el modesto honor de la tipografía; quien de buena fe publica
una idea, de hecho la sepulta. El disenso
debe quebrar todos
estos hábitos.
— 2 —
Una Teoría del Disenso Previene contra Consensos
Vacuos y Polémicas Estériles. Los Tres
Extravíos Heurísticos
Un disenso efectivo no sólo debe vencer las condiciones hostiles
del medio. A ellas se agrega el carácter desconcertante de los actos de negación, que aspiran a cambiar el camino sin desandar
lo andado y pueden acabar en un rodeo hacia lo mismo. Toda negación apunta
a lo infinito,
decimos “Yo” y es yo, decimos “No-Yo”
y ahí cabe el resto
del mundo. Pero la negación ha de determinarse y volverse finita, si ha de ser fecunda. Una segunda negación, en este sentido, no nos debe retornar al punto inicial.
La posibilidad agonal del pensamiento tiene propiedades dignas de atención, relacionadas con la heurística.
El disenso no es aditivo. Quien acumula sumas de dinero obtiene una nueva suma de dinero, pero de la acumulación de discrepancias no resulta necesariamente una nueva discrepancia. Dos historiadores pueden discrepar en cuanto a la existencia de Carlomagno siempre y cuando coincidan en muchos otros aspectos de la figura. Pero si un historiador asevera que Carlomagno fue, por lo menos supuestamente, un varón nacido en 768, descendiente de Carlos Martel, rey de los francos, conquistador de la Sajonia, coronado emperador en la navidad del 800... y el otro historiador discrepa en cada uno de esos puntos (“Carlomagno nunca fue emperador, no conquistó la Sajonia, no descendía de Martel sino de los merovingios, no nació en el siglo VIII sino en el XII, no fue un varón sino una doncella”), el resultado final no será una mayor discrepancia. En ese contexto, cuando un historiador asevera la existencia de la figura y el otro la niega ambos están fuera de tema, hablando de asuntos distintos.
Probablemente todos admitiremos, como ley general, que debe existir un vasto terreno común para poder disentir sensatamente; problemáticas son las leyes especiales. Quienes
no
las disciernen
se exponen
a establecer consensos
vacuos o alimentar polémicas estériles. Una heurística propone cursos aptos para la indagación
a partir del disenso.
¿Pueden establecerse reglas específicas? Para obtenerlas introducimos una distinción. Podemos diferir en una cuestión de dos maneras básicas: por referencia a s conceptos que aplicamos a los hechos. Cada caso impone un diferente rumbo para acercarse a un consenso, es decir, una diferente estrategia heurística. Supongamos que dos psicólogos policiales no logran ponerse de acuerdo sobre si el sospechoso es inteligente. Pudiera ser que ambos psicólogos compartieran el mismo concepto de inteligencia, pero que difirieran en cuanto a los datos válidos. Para poner fin a la discrepancia deben adoptar una heurística empírica: efectuar nuevas observaciones y controlarlas con más atención.
También puede ocurrir que los psicólogos coincidan en los hechos, pero que discrepen en el concepto de inteligencia. Aquí sólo una heurística conceptual, analizando lo que
se
entiende por “inteligencia” puede contribuir a resolver el problema.
Pero si los dos expertos
no advierten dónde está el punto de controversia y en qué rumbo pueden converger, entrarán en una polémica estéril. Si coinciden
sólo en el concepto, sería inútil que se abocaran a pormenores del mismo para llegar a un acuerdo; bautizaré
este malentendido como Extravío del Hecho. Si coinciden sólo en los datos, inútil sería que ambos se entregaran a recopilar
más observaciones empíricas para deponer diferencias; eso sería un caso de Extravío
del Concepto. Podemos formular
entonces dos reglas: Cuando la diferencia es fáctica, no busques más conceptos. Cuando la diferencia
es conceptual, no busques más hechos.
Pero ¿qué sucede si nuestros
expertos discrepan
tanto en el concepto
como en los hechos sintomáticos?
En ese caso la acumulación de discrepancias puede traducirse en una pérdida de la cuestión (como en el caso de los historiadores y Carlomagno), o peor aún, en un consenso vacuo, que encubre la divergencia tácita. Voy a llamar a esto el caso del Extravío
Doble. El primer
psicólogo escucha al sospechoso y piensa: “Las personas
que manejan el lenguaje fluidamente son inteligentes y él se expresa muy bien, por lo tanto no caben dudas de que es inteligente”. El otro se dice:
“Las personas
que hablan de forma entrecortada
suelen
reflexionar
lo que dicen, lo cual es un signo inequívoco de inteligencia; como este hombre
se expresa sin mucha fluidez,
hay que considerarlo inteligente”. Y en el momento de enunciar
su conclusión, los colegas creen coincidir: “Estamos
de acuerdo, el acusado es inteligente”. Y los que escuchan repiten: “El punto está claro, los expertos
piensan lo mismo”.
La regla heurística será: Cuando un consenso está rodeado de disenso, investiga materialmente las razones del consenso; y respectivamente, aunque algo trivial: Cuando un disenso está rodeado de consenso, investiga formalmente las razones del disenso.
Lo que vengo exponiendo es adrede esquemático, una explicación somera
y local de una intuición global, que sólo puedo
describir mediante una analogía.
Digamos así: lo que el sentido
del humor es al chiste, eso es la perspicacia intelectual a las cuestiones
teóricas. Se puede enseñar una serie de chistes, pero no se puede – creo yo – enseñar
el sentido del humor.
Una reflexión filosófica
– Frege proponiendo un insólito simbolismo lógico o Heidegger retraduciendo a Anaximandro, por tomar dos ejemplos al azar – presupone en el que escucha una capacidad de ver dónde está la gracia del chiste,
la pointe de la cuestión. Si un pensador
se dirige a un público
imperspicaz se coloca en la misma situación penosa que un cómico
agudo ante un auditorio privado del sentido
del humor; nada raro que recoja
una silbatina y sea reemplazado por un cómico improvisado, que con ademanes groseros relate a ese público
chistes de tono subido.
Es claro que el pensador no tiene control sobre su público,
pero quien es parte del público puede recordar la analogía para beneficio propio, aprendiendo el arte de leer lentamente y no prejuzgar.
En el tema metodológico que nos ocupa la pointe está en advertir, cuando surge una divergencia, si ella está ubicada
en el sujeto empírico o en el predicado
conceptual, para elucidarla con los medios
más aptos. Me apresuro a
añadir que mi esquema de tres extravíos
deja de lado varias complicaciones: el esquema
es bidimensional, como si sólo hubiera hechos
y conceptos, dejando de lado la profundidad, emotiva
o no, de una experiencia; además pudiera ser que
los famosos “hechos” estuvieran a su vez compuestos
de conceptos y otros hechos más básicos;
también pudiera ser que los conceptos, empíricos, teóricos o
normativos, siempre trascendieran aquel
factum al que se aplican.
Pero tales complicaciones (tridimensionalidad, composición y trascendencia)
no
afectan mayormente los
rasgos generales de lo que aquí propongo acerca
de los extravíos y la heurística pertinente. Sólo quiero destacar, primero,
que una discrepancia conceptual no necesita ubicarse
en la definición, puede estar en la red
de
relaciones teóricas en que se aloja el concepto. Segundo, que una discrepancia fáctica no necesita
estar en el conjunto de hechos aceptados sino en los rasgos que en ellos se destacan[1].
— 3 —
La Práctica del Disenso Corrobora
la Teoría
La miniteoría precedente establece la posibilidad de tres extravíos
heurísticos y formula reglas para enfrentarlos. La teoría debe pasar el test
de la aplicación práctica mostrando
infracciones reales contra
las reglas heurísticas y, aunque
esté claro quién le pone el cascabel al gato, no está dicho a qué gato ha de ponérsele
el cascabel. Entre los múltiples
candidatos opto por ciertas
exposiciones de Alberto
Buela, director de la revista DISEИSO. Lo hago, antes que nada, porque Buela practica generosamente el disenso intelectual,
denunciando sin ambages
desde los galimatías de Heidegger hasta las inatingencias de Disandro. Ha de aplaudirse esta iniciativa de Buela que, en un medio hostil al diálogo crítico, por fin lo inaugura
– y ¿qué mejor aplauso que examinar
con atención lo que propone,
con la misma severidad que él ejerce con sus antagonistas?
Además, Buela exhibe disensos
en cuestiones importantes, cuestiones que seguirán vigentes
por sí mismas, fuera lo que fuese de mi teoría. Me parece indicado
ponerla a
prueba con ejemplos de carne
y hueso, de tal modo que por un acto autoreflexivo se dispute,
al mismo tiempo, sobre una temática
y sobre el disputar.
Por último, para
no herir susceptibilidades, hay
que
disentir con
los que
disienten, como se pelea con los que combaten[2].
Y si
estoy obligado a disentir aquí y allá con Buela in actu signato, coincido por ese hecho con él in actu exercito, subiendo
con él al mismo cuadrilátero. Pero basta ya de preliminares.
En su artículo
“Religión y Modernidad en América”[3]
Buela enuncia reparos frente
a las severas tesis de Carlos Disandro acerca de la
religiosidad
que se instaura en América.
Para tranquilidad del público,
Buela aclara
que
Disandro
ha
dado
falsa alarma, que en lo atañedero
a religión las cosas están en buenas manos y no hay motivo de inquietud.
Buela no rechaza el pensamiento disandriano in toto, hay reconocidas coincidencias y discrepancias. Pero tal vez algunas
reconocidas coincidencias sean un resultado accidental de divergencias sustanciales,
mientras que
las reconocidas discrepancias amenacen
encaminarse
a un rumbo desacertado. Creo que las reflexiones del citado artículo resumen
espléndidamente todos los extravíos
heurísticos: el extravío
doble, el conceptual y el fáctico.
Explicaré por qué, en ese orden.
Tanto Buela como Disandro
coinciden, por ejemplo,
en el rechazo de la Teología
de la Liberación. Pero acaso este rechazo
provenga de la yuxtaposición de divergencias. Como antes en el caso de los dos psicólogos, pudiera ser que nos encontráramos con un extravío doble. Disandro pensaría:
“Sólo es admisible una Teología que coincida esencialmente con el principio teándrico. El contenido esencial de la Teología de la Liberación
es la negación del teandrismo. Por lo tanto hay que oponerse a ella”.
Y pudiera
ser que Buela estuviera pensando otra cosa, que es aún más distinta porque al final parece ser lo mismo, como si dijera:
“Sólo es admisible una Teología que coincida esencialmente con la radicación telúrica (p. ej., mediante
la Pacha Mama y la Difunta Correa) del mensaje universal de la Iglesia. El contenido esencial de la Teología de la Liberación, un producto europeo, es la negación
de la radicación telúrica del mensaje universal. Por lo tanto hay que oponerse a tal Teología”[4].
Obviamente, la coincidencia es vacua. Probablemente esto podría hacerse
extensivo a otras coincidencias aparentes entre Disandro y Buela, que valdría la pena estudiar. Porque sólo en el terreno
de la apariencia pueden asimilarse,
bajo
el
rótulo
de
“pensadores nacionales”, un filólogo
gibelino, recalcitrante defensor
de las soberanías nacionales, y un adalid
folklórico de la Internacional vaticana.
[ANTÍTESIS] “La
religión que
llega a América
no es producto ni del
ecumenismo vaticano- mundialista ni del
vacuum barroco
del racionalismo jesuítico”[6]
[PRUEBA] “La religión que llega a nuestras tierras
es pre-moderna.
Es el catolicismo bajomedieval anterior a la modernidad. Anterior a la revolución
mundial para hablar como Christopher Dawson. Ni siquiera <los primeros> son los jesuitas, que ciertamente poseen rasgos
modernos, pero que llegan 80 años después
del descubrimiento y fueron expulsados
en 1767, sino órdenes tradicionales y enfrentadas <después> a ellos como los dominicos (1510), los franciscanos (1511), los mercedarios (1513) y los agustinos (1523)”[7]
Pero es más que improbable que se trate de este tipo de cuestiones, al estilo
– sit venia verbo – de ganador y placé en una competencia hípica[8].
El punto de la controversia está en las tendencias predominantes en la religiosidad americana. Desde luego, hay que tomar algunos puntos de partida empíricos:
al abordar su análisis Disandro toma en cuenta
las estadísticas de EmilioScherer y los trabajos
del P. Pascual Lacroix [9] más datos
históricos, como la extinción de la cultura coral. Ciertamente sería un argumento espectacular contra Disandro, si se probara que el coro se extinguió en Europa
mientras que se difundió
en la América
española al modo típico del medioevo, que la pedagogía de Trento no incidió
en nosotros, etc. Pero en los aspectos empíricos
coinciden los dos contendientes, difieren
en cambio en cuanto al concepto en que deben ser
subsumidos.
Puede ser que una elucidación conceptual provoque
un enriquecimiento que conduzca a una nueva búsqueda de datos;
entonces surgiría una polémica promisoria. Lo equivocado
aquí es
dar
vueltas sobre datos
conocidos o fatigar enciclopedias con fechas de llegada cuando la cuestión apunta a otros rumbos. Constatamos aquí un extravío del concepto.
Concluyo con un
Extravío del Hecho. Buela sostiene
que con la colonización se dio en el orden racial un
mestizaje envidiable y que éste causaría, condicionaría o fluiría
paralelamente con el surgimiento, en el orden cultural, de una conciencia nueva, con una cosmovisión propia y una forma específica de religión[10]
Aquí uno aguarda, ávido de más detalles, pues se trata de hechos importantes, poco estudiados y abiertos a la controversia. Se precipitan
preguntas sobre preguntas: ¿Había
una raza aborigen
o varias? Vinieron
godos e íberos: ¿con qué etnías europeas se mezclaron las razas amerindias? Si dos etnías poseen disposiciones biopsíquicas divergentes, ¿provocará su mestizaje una complementación o una neutralización? Con la terminología de Broca y de Baker: ¿hubo una hibridación paragénetica o una eugenética? En el
orden cultural: ¿es esa “cosmovisión propia” más fuerte allí donde la mestización es mayor? ¿Qué elementos de juicio indican que ha surgido
una nueva forma de conciencia y no, como sostiene M. Góngora, una mera recepción
pasiva de los resultados de la cultura europea?
Esta temática
da gritos por referencias empíricas. Pero para esclarecernos, en vez de dirigir la mirada
a
las facticidades de Genética, Antropología Física, Sociología e Historia, Buela pasa a exponernos… ¡el concepto
de mixtum de la química
escolástica! Para redondear distingue prolijamente al mixtum del concepto de substancia incompleta (muy
conversado en neoescolástica por las objeciones del jesuita
Palmieri), sin perdonarnos una mención
de la división
analógica, diferente de la unívoca[11].
Pudiera ser que
tales conceptos, claramente obsoletos, poseyeran relevancia en otro contexto, no en éste.
Aquí asistimos a un llano escamoteo
de los hechos en nombre de abstracciones inasibles. Un canje del oro de los datos por conceptos en bancarrota
y otras cuentas de colores. En vez de indagar en el sujeto empírico,
sea la magnitud y las características
de ese mestizaje, sea la existencia de una nueva conciencia, Buela descarga
entre hurras y vítores un predicado valorativo: sea en cuanto a la cohesión
étnica, sea en cuanto a la unidad de la conciencia colectiva, no hay problemas, todo está bien, todo está en perfecto
equilibrio,
como
el mixtum perfectum de la química escolástica.. No veo un ejemplo más diáfano del extravío
del hecho[12].
Un reconfortante ejemplo
de buena heurística lo
hallamos
en
Mario Góngora
(cf.
CC
N°
46, pp. 13–16) que para determinar si puede hablarse en América de una nueva cultura
o sencillamente de una zona de frontera
donde el influjo español llegaba con menor
brío, se atiene a
hechos historiográficamente accesibles, revisando incluso las bibliotecas coloniales[13]. Lo mismo vale para las indagaciones atinentes a la Antropología física, a la posibilidad de algunos mestizajes eugenéticos, o a la fusión
de razas patriarcales (ver CC N° 26, p. 5). Todo esto solicita una investigación empírica, por cierto ardua. J. M. de Mahieu encabeza dos expediciones para comprobar
sus
ideas. Buela,
que
apuesta a la inducción verbal, corrobora
sus afirmaciones citándose
a sí mismo[14].
Los tres extravíos
quedan así suficientemente ejemplificados. Rara vez los ejemplos
de carne y hueso sirven para ilustrar
didácticamente las teorías.
“Religión y Modernidad” constituye una de esas raras y felices excepciones — al lector interesado por la heurística quiero invitarlo
a una atenta lectura
de ese artículo.
— 4 —
Una propuesta de crítica constructiva y heurística conceptual
Donde
Buela cree encontrar
inatingencias de Disandro hemos
hallado un extravío conceptual por parte del disentidor. Quiero cerrar este ensayo indicando
qué heurística conceptual
me parece adecuada para evitar la polémica
estéril y apreciar
en justicia
lo que Disandro nos está proponiendo.
Coloquemos Medievalidad y Modernidad en una red de relaciones conceptuales. La distinción disandriana visibilia/invisibilia puede declararse por comparación con la separación kantiana
de fenómeno/noúmenon. Podemos
discernir entre una realidad perceptible y otra que no lo es — no porque en ella ubiquemos
a los ángeles, sino porque
hay nexos y dimensiones que no son en sí mismos perceptibles. Ni una ley de la naturaleza, ni un pensamiento, ni una institución, ni el lenguaje están correlacionados
con un grupo específico de datos sensibles.
Diciendo perceptible/imperceptible seguimos al principio una denominación extrínseca a las cosas: la demarcación se refiere
a un sujeto que puede percibir
o no. Pero si pensamos que hay dos tipos de entidades que por naturaleza propia
responden a uno u otro lado de esa dicotomía, se plantea el problema de ubicar esas entidades
y averiguar la relación en que se hallan. Para Kant lo que hay de imperceptible se reparte entre las
construcciones del sujeto, que informan una materia sensible, y el noúmenon,
que está escindido del sujeto,
posee realidad, pero resulta incognoscible.
Disandro piensa los visibilia e invisibilia como entidades en unión íntima, cuya relación
arquetípica es la expresión, como
en la palabra, en la experiencia estética,
en el culto,
en la acción teleológica. Allí hay una dimensión sensorial y otra dimensión que
la inhabita y la trasciende. La mentalidad medieval poseería una experiencia profunda
por ubicar los objetos perceptibles en esa relación
expresiva; la mentalidad medieval
discurriría por la categoría de mediación, típica
del signo y del orden de los significados, por oposición al orden mecánico
de las facticidades. Paradigma de la relación
entre visibilia e invisibilia sería también la unión hipostática de dos esencias
con un solo modo subsistencial[15]. Conocer una
cosa al modo medieval sería saber
qué expresa,
qué significa
en el orden global, no averiguar los componentes de la cosa, medirla,
pronosticarla o reproducirla perfectamente en la representación.
Desde tal perspectiva,
el Renacimiento alteraría la relación
de visibilia e invisibilia, sea con su identificación (como en cierto ímpetu
panteísta), sea con una debilitación de su unidad.
La categoría de mediación
cesa de estructurar la experiencia. La Reforma
luterana, al igual que la naciente
Física, combate la mediación; en ambas se busca la inmediatez
de la fuente respectiva: el teólogo en la Biblia, el físico en la experiencia. La mediación tradicional, sea aristotélico-teológica o aristotélico-física, se vive como una opaca intercalación. Para la salvación
no es ya necesaria la intercesión de los santos, ni la oración de los monjes, ni la inserción en una estructura jerárquica, ni la participación en la vida divina mediante el sacramento.
La vía de los signos ni es unívoca ni funda la certeza.
La Contrarreforma quiere responder a la Reforma de modo inmediato y urgente con una garantía de certeza inconmovible: no responde entonces recuperando la mediación medieval, sino definiendo en Trento un canon bíblico, dogmático
y ético, que ha de ser enérgicamente propagado. Aquí nace el Santo Tomás munido
de una autoridad avasallante, que el medioevo desconoció.
El Barroco consumaría el distanciamiento: los visibilia
son el objeto de la ciencia, que potencia
con instrumentos
la perceptibilidad y con la
matemática la inteligibilidad. Cuando la física traduce los conceptos cualitativos en conceptos métricos
se puede aplicar a los visibilia el álgebra
y el cálculo infinitesimal. Los invisibilia serán el objeto
de la metafísica racionalista, ahora como un mundo del más allá. En Descartes se vuelve
problemática la comunicación de res extensa visible y res cogitans invisible. Con la crítica de Kant culminaría el alejamiento: los invisibilia son, como noúmenon, el ámbito de la moralidad y la razón práctica; los visibilia, como fenómenos, el objeto de la ciencia,
de la razón teórica. La armonía
se logra por separación de apariencia y realidad, donde cada
una puede
ocupar el lugar de la otra, denunciarla o ser denunciada[16].
Disandro nos
diría que la filosofía
kantiana expone los resultados terminales del movimiento centrífugo entre visibilia e invisibilia. Que Kant sólo explicita en Filosofía el proceso
que ya estaba operante en la cultura europea
al cabo del Renacimiento.
Al mismo
tiempo, el
pensamiento
católico no puede ni evitar a Kant ni competir
con él. El intento de restaurar la metafísica tradicional es ridículo
habiéndose liquidado
las experiencias que pudieran
suscitarlo y el contexto
científico con ella compatible. Las famosas
pruebas de la existencia de Dios, por ejemplo,
no pueden competir
con los patrones de racionalidad de la Edad Moderna.
En este sentido, creo yo, con esta heurística conceptual de Medievalidad y Modernidad, podemos repreguntar qué espiritu religioso llega a nuestra América, qué procesos desencadena. Esto es ya terreno de la Historia de la Cultura. Pero el espíritu de Trento, con sus codificaciones racionales, sus infantiles reaseguros apologéticos, sus fijaciones doctrinales (la nueva Vulgata para la teología bíblica, S. Tomás para la teología dogmática y moral) no es ya el espíritu medieval. La seguridad que Trento quiere es la que Descartes sí puede, por un momento, ofrecer. Esto tiene graves consecuencias para nosotros, en la medida en que somos tributarios de ese espíritu. Una interpretación de Hegel, de Heidegger, de Nimio de Anquín, de Disandro se torna imposible desde la mentalidad tridentina: se trata de reflexiones sobre problemas que para esa mentalidad no se plantean ni pueden plantearse seriamente. Asimismo esa mentalidad yace exangüe; buscaba cartesianamente una certeza inconmovible y obtuvo fracasos estrepitosos, chocando con la Física primero, con la Biología y la Filología después. El espíritu de Trento no tuvo mejor idea que emprender la huida hacia delante e imaginar, desesperadamente, un nuevo criterio de certeza: la infalibilidad pontificia proclamada por el Concilio Vaticano I y una restauración escolástica de guardaespaldas[17]. Ahí se agotan las instancias, sin duda. Dan ya un franco paso en la parodia quienes defienden al catolicismo confesando que no importa si podemos o no creer en él, que basta con el hecho bruto de su existencia para que debamos acatarlo como esencial e insustituible[18], — sin posibilidad de disenso. Pero ¿qué religiosidad sería ésa? Y ¿a quién sirve?
“Para medir la sutileza o debilidad
natural de los cerebros, así sean los más ingeniosos, préstese atención a cómo comprenden y exponen las opiniones
del adversario: ahí se delata la medida natural de cada intelecto. El sabio perfecto, sin querer, idealiza a su adversario
ylibra a la tesis antagónica de toda mancha y contingencia. Sólo después de haber transformado así a su adversario en un dios de armas relucientes, entabla la lucha contra él”[19].
Esto vale para todos nosotros,
sobre todo para los posibles antagonistas: la memoria
que guardemos
de Disandro no lo juzga a él sino a nosotros. Acaso sean las heurísticas disparatadas con que se rechaza a Disandro
la mejor confirmación de sus apreciaciones sobre el barroco
hispanoamericano y su quebrada inteligencia.
Un ánimo
dócil a lo ctónico
nunca merece un destino
solar. Dispersas en la América Románica yacen las ruinas mudas de un espíritu
abatido. Quien lo toma como fuente jura en falso, quien quiere restaurarlo ha desertado. Los púlpitos del perjurio evocan, a su modo, grandezas que no tenemos ni tuvimos, como queriendo exorcizar las potencias
de la nada con el vacuo
sermón de los obtusos. Su pregón se acalla, el tiempo
corre. Arde en letras de fuego ese dilema que Disandro nos pusiera de destino: — o crear, o perecer.
CARLOS DUFOUR
[1] Comparar por ejemplo: “Juan murió el sabado porque trabajó
excesivamente el viernes 13” y “Juan murió el sábado porque trabajó
excesivamente el viernes 13”. Según dónde se ponga el énfasis pasamos de
la fisiología laboral a la creencia supersticiosa.
[2] Prolongando la comparancia de Wittgenstein: Ningún
pugilista se ofende con otro que lo enfrenta en buena ley — a menos que se
trate de un boxeador falsificado, cuya entera reputación se deba a la
conjunción de intereses espúreos al deporte, promotores venales y peleas
arregladas.
[3] DISEИSO 12(1997), pp. 49–54. En su editorial, p. 6,
declara Buela espontáneamente: “Moverse dentro del no-conformismo es muy fácil
si uno lo hace en forma acrítica (...) Lo difícil es hacerlo críticamente”.
Efectivamente, y no sé si el mismo Buela se percata de cuánta verdad exudan sus
palabras.
[4] Buela escribe a propósito de esa Teología, con
vocabulario algo mercantil: “No es un secreto para nadie que sus representantes
más conspicuos así como sus categorías de análisis son ambos productos
europeos” (p. 53). Aquí el dialéctico pondría en duda que el predicado “... es
un producto europeo”, aplicado a una idea, la califique o descalifique. Al
rebajar la cotización de los productos europeos en la plaza local Buela parece confundir el contexto de
descubrimiento de las ideas y teorías con el ámbito de su validez. No es un
secreto para nadie – replicará el dialéctico – que la Física y la Lógica podrán
ser “productos europeos” pero que la validez de sus leyes no sufre merma en las
proximidades de Sudamérica. Además es probable que toda la teología conocida
sea un “producto europeo”, con lo cual un Buela consecuente serrucharía la rama
en la que está sentado. — Bien, pero éstos son el tipo de reparos dialécticos,
que como anuncié al principio, conviene aquí relegar.
[5] Vid. “La Quiebra del Hombre Barroco”, en Argentina
Bolchevique, La Plata: Ediciones Hosteria Volante, 1960 (1960), pp. 21-41.
El contacto entre el afán de seguridad de la Contrarreforma y el cartesianismo
no ofrece mayores dificultades.
[6] Loc. cit., n. 3, p. 52.
[7] Ibid., pp. 52-53.
[8] Esta heurística inapropiada llevaría, por ejemplo, a
debatir si la Societas Jesu, fundada recién a partir de 1534, no vino después
de todo con suficiente celeridad, si los años de 1572 a 1767 son pocos o son
muchos, si la influencia de la Compañía fue en ese lapso más o menos fuerte, si
la influencia se ejerce sólo por una presencia geográfica y similares. Además
¿qué pasaría si el primero en llegar hubiera sido un viking pagano? Etc. — Todo
esto es inconducente.
[9] Vid. “La Quiebra del Hombre Barroco”, p. 21.
[10] Op. cit., p. 52.
[11] En realidad, Buela habla de un todo que sería
“análogamente diferente” (p. 52) de sus componentes — lo cual es inexacto, pero
no importa, porque él persigue un propósito retórico, ornamental. Cierto
público se deja intimidar por la jergas técnicas, las palabras de prestigio
metafísico, los nombres célebres, el bluff. Buela, que no vive recluido en la
torre de marfil, se ve compelido a hacer estas concesiones al medio, para ser
escuchado como quien tiene autoridad.
[12] Si bastara manipular conceptos de prosapia
escolástica para tomar la palabra como quien tiene autoridad, con el mismo derecho
podrían adoctrinarnos ciertos eruditos skinheads en la detractación del
mestizaje. Nos dirán: “De los españoles lascivos y las amerindias violadas no
se generó un mixtum perfectum, sino una corruptio subjecti por
inhesión de cualidades contrarias. No surgió una cultura nueva, que hubiera
sido unidad de estilo en pluralidad de manifestaciones, sino una barbarie
involutiva, una asimilación brutal de principios contrapuestos, una forma
cadavérica sobre un cuerpo derrotado, una conciencia desdichada sin posibilidad
de autoconciencia”.
Frente al
Catolicismo americano que Buela (p. 53) proclama como esencial e insustituible,
podrían proseguir los skinheads: “La Naturaleza necesita más de mil
generaciones para formar una raza, los hombres muy pocas para bastardearla. La
doctrina del Pecado Original sólo cunde allí donde se presiente la deshonra de
la sangre, allí donde el sexo se vuelve algo vergonzoso y sucio, allí donde el
propio nacimiento delata una culpa y alimenta un resentimiento, allí donde el
único alivio sería poder creer que todos los demás padecen el escozor de ese
oprobio. Fue así en el fin de la Antigüedad, cuando el caos étnico se propagaba
paralelamente al cristianismo; fue también así en América Colonial, cuando el
bastardaje de razas coincidía con la conversión forzada. Y no podía ser de otra
manera: el judeocristianismo, concibiendo al Ente como creatura, como el
engendro impuro del Ser helénico y la Nada semita, traduce instintivamente el
bastardaje ontológico en bastardaje racial, destruye las estirpes en nombre de
un monoteísmo universal, pisotea el honor en nombre del amor. La corruptio
subjecti es la causa y el efecto de la ideología judeocristiana. Si no
acabamos con ella, ella acabará con nosotros”.
En verdad, si
cada cual puede invocar aquí el concepto filosófico que le viene en gana, esta
posición sería por lo menos tan respetable como la de los apologistas del
mestizaje, quienes sin aportar más datos nos conminan a que veamos a una
Dulcinea del Toboso en lo que a lo mejor es una Aldonza Lorenzo. La
idealización del problema mediante el concepto de corruptio subjecti sólo
puede ser enfrentada con una mirada serena hacia cosas y hechos, con un
saludable empirismo y una alegría por lo real. No hay ningún motivo para
cambiar de estrategia heurística con quienes agitan el concepto, igualmente
tendencioso, del mixtum perfectum.
[13] Si se trata de averiguar el número de vértebras de un
animal, hay que contárselas, no reflexionar si los vertebrados caen bajo el
concepto de compuesto hilemórfico. Pero el barroco latinoamericano ama
las comodidades del verbalismo.
[14] Cf. p. 52 donde Buela cita entre comillas el
fragmento de Buela, El Sentido de America (1990), p. 57. Algunos
lectores pedantes encuentran llamativo que en las pp. 33-34 de la obra de 1990
se hable de lo indio como principio pasivo particularizante y de lo
católico como principio activo universalizante, lo cual sugiere una
unión hilemórfica de materia y forma. Tales lectores protestan porque, en la
jerga escolástica, materia y forma son justamente substancias incompletas y
no mixtos, contra lo explíctamente afirmado en p. 57 y repetido en el
artículo, que estamos ante un mixto y no ante substancias incompletas. Entonces
– dirán – lo indígena y lo católico son y no son substancias incompletas. —
Bien, si hubiéramos de tomar estas explicaciones en serio, se trataría
efectivamente de una contradicción. Pero esos lectores pedantes deberían
comprender que Buela, cuando les informa que está “hablando metafísicamente”
quiere señalar que escribe así, al pasar, como en una plática informal. No hay
que ser tan esquemáticos.
[15] Allí la esencia humana está “abierta”, carece de
subsistencia propia, y la esencia divina “cierra” la naturaleza humana en la
persona del Logos. Las dos naturalezas estarían unidas sin confusión y
distinguidas sin separación. Teandrismo significa esa unión hipostática pensada
como principio operativo y arquetípico de visibilia e invisibilia.
[16] Apariencia y realidad conviven en un equilibrio
inestable. Compárese con el péndulo teológico del docetismo al arrianismo, que
oscila desde ”Cristo es un dios que sólo aparece como hombre” hasta ”Cristo
es un hombre que sólo aparece como dios”. Puede pensarse también la “naturaleza
divina” como insumiendo la dimensión axiológica de la realidad, la “naturaleza
humana” como la facticidad inmediata de la vida, cuyo último sentido puede
estar en la muerte, la autonegación y la cruz. Si una cultura quiere unir esas
dos dimensiones ontológicas mediante el par apariencia y realidad (acaso
postulando un Sollen o un Ich que engendran el Sein apariencial)
en algún momento se probará la permutación obvia, denunciando el mundo
axiológico como una apa-riencia del mundo empírico-vital, al cual pertenece la
completa realidad.
Por la
posibilidad de esas analogías iluminadoras, por ofrecer una forma de
conciliación de opuestos, es el teandrismo, a los ojos de Disandro, un
principio operativo de intelección. Puede haber acá una feliz intuición; en
última instancia, el catolicismo no necesita ser tan limitado como sus
bulliciosos panegiristas.
[17] Rosenberg observaba que, hasta ese Concilio, Cristo
había sido representado por el Papa —
de ahí en más quedaba depuesto. Pero ya la declaración de infalibilidad
es una hipérbole involuntariamente humorística, que sugiere lo contrario de lo
que se propone, como si una Penélope comunicara al politrópico Ulises: “Voy a
decirte dos cosas importantes: primero, te he sido fiel. Y segundo: ¡es
verdad!” Una solemne declaración de infalibilidad delata una Iglesia
íntimamente aterrorizada por la duda.
18
Buela, p. 53. Hume indicaba: “Blame not so much the
ignorance of these reverend gentlemen. They know how to change their style with
the times”. Goethe, aún más
breve: “Unsterblich ist der Pfaffen List!”
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