NACIONALISMO, TRADICIONALISMO,
CONSERVANTISMO
CONSERVANTISMO
Notas sobre El Pensamiento Conservador en Chile, de
Cristi y Ruíz[1].
Renato Cristi y Carlos Ruíz han dedicado un conjunto de “ensayos” a
mostrar la existencia y la consistencia de una corriente de pensamiento que no
había recibido los honores de un estudio de conjunto, hasta ahora. Incluso más,
se puede afirmar que esta corriente ha sido, en general, ignorada por la
historia constitucional, por la historia de los partidos políticos o por el estudio
de las ideas políticas en nuestro país. Es preciso advertir que en Chile
existió, desde mediados del siglo XIX hasta los años 60 del siglo XX, un
partido conservador que se jactaba de haber fundado la República y de ser el
representante político de la Iglesia: ¡no escasos títulos para una posición
conservadora! Sin embargo, este partido fue reconocidamente liberal, tanto en
lo político como en lo económico; en consecuencia, y con justicia, C. y R. no
lo consideran en su obra.
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Pues de lo que se trata en ella es de esa
corriente de ideas suscitada en oposición a la Revolución Francesa y sus
secuelas, e ilustrada por los nombres de Edmund Burke, Joseph de Maistre, Louis
de Bonald, J. Donoso Cortés, entre otros. El pensamiento conservador, así, es
definido como una reacción frente al énfasis que el liberalismo pone “en la agencia de
la voluntad humana”. Contra la creencia liberal en la soberanía del individuo y
de sus derechos, “anteriores a la sociedad y a la historia”; contra la negación
de la legitimidad de la tradición y de cualquier autoridad u obligación que no
estén fundadas consensualmente, el conservantismo afirma el carácter
comunitario del hombre, viviendo en comunidades que preexisten a su voluntad y,
por ende, sujeto de deberes que no son necesariamente consensuales (pp. 148-
50). Más problemática es la continuación que los autores ven a esta corriente
en el s. XX (pp. 49-50): Charles Maurras y Ramiro de Maeztu, seguramente sí;
quizás Spengler... La noción de “Revolución Conservadora” (A. Mohler) puede más
inducir a confusión que aclarar las ideas. ¿El fascismo como especie del género
conservantismo? (p. 100). Esta interpretación es hoy insostenible, y resulta
más adecuado distinguir, con S. Payne, entre fascismo, derecha radical y
derecha conservadora (respectivamente, en el caso alemán, p. ej., el NSDAP,
Hugenberg o Papen, e Hindenburg o Brüning; en el caso español, la Falange, el
carlismo y la Ceda democristiana). Se han señalado por otra parte, las
afinidades de al menos cierto fascismo con la izquierda revolucionaria[2].
En todo caso, los autores encuentran
representada esa corriente en Chile por figuras de la talla de los
historiadores Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre y –últimamente-
Mario Góngora; del sacerdote y filósofo Osvaldo Lira, o del político Jorge
Prat, para mencionar solamente a los de mayor jerarquía. Aquí puede surgir la
duda: ¿es el concepto “conservador” el más apropiado para dar cuenta de esta
corriente de pensamiento? La circunstancia ya indicada, el haber existido en
Chile un partido así denominado, es sólo uno de los factores que se prestan a
confusión. Y atendiendo solamente a los pensadores mencionados, ¿no hay entre
ellos diferencias importantes? A este respecto, C. va a distinguir entre una
línea nacionalista, que favorece un gobierno autoritario y centralizado, y una
línea corporativista, que cuenta con la existencia de comunidades menores (familia,
gremio, municipio) para moderar el poder político: thèse royaliste y thèse nobiliaire,
dirá, por analogía con dos escuelas de pensamiento histórico en la Francia del
s. XVIII (pp. 10-11).
La distinción anterior es sugerente, pero la
duda subsiste, por otra razón. Se sabe que en el campo político las categorías
y denominaciones no son inocentes. En la obra de C. y R., la connotación
polémica del concepto “conservantismo” queda de manifiesto cuando se contrapone
éste a “progresismo”, a “pensamiento social avanzado”: ¡a estas alturas del
siglo resulta divertido oir hablar de “progresismo”, incluyendo liberalismo, democracia y comunismo! (p.10) El presente es
un trabajo académico serio; pero los autores tienen sus preferencia ideológicas
y, en ocasiones, éstas se notan; a ratos, el “conservantismo” chileno parece
incomodarlos, porque resulta más complejo de lo que se había definido a priori
(ver más adelante).
Por fin uno, al menos, de los autores de
estos ensayos parece incurrir a veces en el tipo de explicación común en un
marxismo vulgar: que son las fuerzas sociales las que determinan las ideas. La
“significación, la racionalidad histórica o la peculiar necesidad histórica de
un discurso” se hacen inteligibles “cuando se encuentra en la vida social una
premisa objetiva (...), respecto de la cual el discurso analizado es una forma
activa de conciencia” (p.64). Así, los “discursos” de Encina o de Eyzaguirre no
representan más que la “forma activa de conciencia” de los antiguos sectores
sociales dirigentes, enfrentados a una situación de crisis (pp. 50,64-65,
68,71, 80); y si por casualidad se encuentra en estos autores alguna tendencia
antioligárquica, responde a la necesidad que experimentan esos sectores
sociales de atraer a los sectores medios a una alianza (pp. 65, 82).
Naturalmente, esta interpretación revela una forma mentis muy propia del s. XIX, la explicación por abajo,
reduccionista y mecánica. Como se ha señalado en el caso de las
interpretaciones marxistas, ellas suponen por lo general en la burguesía, sectores
de la gran industria, etc, una inteligencia y una sutileza mayores de las que
poseen en realidad.
Edwards: del conservantismo liberal al conservantismo revolucionario
Alberto Edwards (1874-1932) es el primero de
los autores que jalonan esta historia. C. es quien analiza su aporte, y comienza
por reparar en las dificultades de un pensamiento auténticamente conservador –en
el sentido ya indicado- en Chile, donde, como en toda América, la legitimidad,
la “tradición”, arrancan de la Revolución de la Independencia. Por lo tanto, el
antiliberalismo debe partir de un fondo común con el liberalismo; Edwards, entonces,
tiene que escoger enfrentarse con el adversario en el “úníco terreno posible”,
el de la historia de Chile. Pero no interesa a C. la obra historiográfica de
aquél en cuanto tal, sino el proyecto conservador que estaría implícito en
ella. Este proyecto consiste, dice, en la “desarticulación del dominio
avasallador” de las ideas liberales y democráticas y, específicamente, en el
establecimiento de “un Estado autónomo, presidido por un ejecutivo fuerte” (pp.
17-18). Edwards, añade, es el “portavoz y a la vez crítico” de la aristocracia
(p.l9).
Con todo, C. distingue en Edwards dos etapas:
una primera de “liberal-conservador”, “liberal tory”, bajo la influencia de Burke, Benjamín Constant, Carlyle, Bagehot;
en esta etapa querría simplemente corregir el régimen parlamentario. La etapa
madura es la de La Fronda Aristocrática
y de la colaboración con Ibáñez; Edwards es ahora “conservador-revolucionario”,
está marcado por Spengler y profundiza la crítica al liberalismo (pp. 20-21).
Sobre todo, la huella spengleriana está patente en su adopción de “una postura
puramente política desconectada de una raíz social legitimante”. Agotada la
fuerza espiritual que sostenía al antiguo régimen, en una sociedad “espiritualmente
desquiciada”, Edwards siente que no hay más opción que la dictadura de la
espada o la del gorro frigio; y precisamente valorizará en el Coronel Ibáñez
“la reconstrucción radical del hecho de la autoridad”. Sobre el nihilismo
espiritual y social, comenta C., “sólo puede alzarse una autoridad fuerte que se
presenta fundamentalmente como un hecho, es decir, sin fundamento moral de
ninguna especie”. El cesarismo es otro elemento tomado de Spengler: el pronunciamiento
militar de 1924 marca para Edwards el fin de la República parlamentaria;
llegaba “la hora de César”. Observa C.: “estamos, pues, ante los umbrales del
fascismo” (pp. 42-47).
Digamos, por nuestra parte,
que no deja de ser curioso que haya que calificar como conservador aun pensador
que ya en 1903 tenía como objetivo la “radical reforma política del régimen
imperante en Chile” (C., p. 23); el objetivo del poder ejecutivo fuerte fue
luego el del “progresista” Arturo Alessandri. Es verdad que las instituciones y
los valores apreciados por Edwards son los que suele tenerse por pilares del conservantismo
–la familia, la propiedad, el Estado, la autoridad, el orden-; sin duda, es también
verdad que él penetra “la esencia del pensamiento conservador” al observar en La Fronda Aristocrática que los cambios
acaecidos en los últimos siglos en tales instituciones y valores “denuncian el
espíritu pecuniario y contractual de los burgueses” (C., pp. 37, 42-43).
Acertadamente C. recuerda la contraposición de H.S. Maine entre sociedad de status y sociedad de contractus: esto es, entre un orden en
el que las funciones de estamentos y grupos son estables, determinadas por la
tradición, la religión, la comunidad de sangre, etc., y uno en el que las
relaciones sociales se entablan entre individuos mediante acuerdos utilitarios
(el “contrato” como modelo de organización social)[3].
Como puede apreciarse, aquí estamos ya lejos de un mero conservantismo, liberal
o burgués.
El papel de Edwards como “portavoz” de la aristocracia,
aunque fuera portavoz crítico, tampoco parece muy evidente. Reconociendo las
virtudes de esa clase, empero quiere apartarla del poder: la tiene por incapaz
de gobernar (pp. 25, 39, cit. La Organización
Política de Chile, ensayos de 1913-1914). El mismo C. atribuye a Edwards el
ideal de un Estado autónomo; de “un absolutismo superiora la sociedad, y aun a
los elementos que le daban fuerza” (p. 19, cit. El Gobierno de don Manuel Montt, 1932), lo que no es precisamente
muy aristocratizante. En La Fronda,
la historia política de Chile se resume en la constante oposición de la
oligarquía (“fronda”) a todo gobierno, y Portales es realzado como constiuctor
del “estado en forma” –evidentemente, otra noción spengleriana. En las páginas
finales, su juicio sobre la aristocracia burguesa es lapidario. Teme, sí, la
anarquía, pero considera imposible o inconveniente el restablecimiento del antiguo
régimen. El movimiento militar iniciado en 1924, justamente por su carácter
militar –es decir, en el fondo, no burgués o antiburgués-, fue “constantemente
hostil a toda tentativa de restauración oligárquica y parlamentaria” –agregando
Edwards: “lo que, a fin de cuentas, es un gran bien”. La autoridad es un hecho,
claro, y un hecho esencial; pero no se levanta en el puro vacío. Es un
comienzo: “lo demás nos será dado por añadidura”.
Del movimiento presidido por Ibáñez, “constructivo
y nada revolucionario en su esencia íntima”, puede esperarse, entonces, que
lleve a la República a buen puerto. El tema del nihilismo y la pura facticidad
parece, pues, exagerado en C. ¿Podía esperar Edwards que la dictadura a la cual
adhirió llegase a abolir el “régimen de banqueros e industriales” por él
despreciado?[4]
El nacionalismo de F.A. Encina
Francisco Antonio Encina
(1874-1965) es ubicado por R., para comenzar, en la “primera
hornada
nacionalista” de Chile, en la segunda década del s. XX. Si bien los temas
centrales de este nacionalismo están resumidos en las palabras de Hernán Godoy –tendencia
antiimperialista y antioligárquica, rasgo populista, énfasis en la
industrialización, crítica a los partidos políticos..., temas casi todos ellos
poco “conservadores”[5] -, R.
ha explicado que, ante la situación de crisis política y social de comienzos de
siglo, los antiguos dirigentes –los grandes propietarios agrarios- y los nuevos
–los grupos monopólicos industriales o financieros- sólo buscan nuevas bases de
apoyo en los sectores medios, mezclando para ellos antiliberalismo,
autoritarismo y sensibilidad social (p.50). Ya hemos comentado este tipo de
explicación que, desentrañando de una vez por todas el pensamiento de un autor,
debería hacer innecesario seguir adelante. Con todo, R. se detiene en Nuestra Inferioridad Económica y La Educación Económica y el Liceo
(1912), las obras de Encina en que, junto con la percepción de los factores de
debilidad económica del país y la postulación del desarrollo industrial, se
halla la proposición de una profunda reforma educacional, orientada contra “el
intelectualismo, el desprecio por la industriosidad y el trabajo manual, y la
ausencia de sentimientos nacionalistas que caracterizan a la educación chilena”
(p. 51). Concede R. que, aparentemente no hay nada en el proyecto educacional
de Encina que contradiga una visión política liberal. Pero repara en el sesgo
de biologismo darwinista que hay en él –como en toda su época: “en el contacto
de las sociedades humanas la lucha por la subsistencia domina con igual energía
que en el resto del universo” (Nuestra inf. Econ.)-, y señala que esas ideas poco tienen que ver
con la teoría democrática clásica (pp. 53-54). Seguramente; ¿por qué tendría
que haber sido de otro modo? Por lo demás, ¿está seguro R. que el sesgo
darwinista es tan ajeno a los demócratas?[6]
R. identifica la crítica de Encina a la
imitación de Europa, que era tan notoria en los intelectuales liberales del
siglo anterior, con la “desvalorización de los valores liberales ilustrados”,
basada ésta en “el rechazo de lo que no es espontáneo”. Hay aquí, pues, un
“nuevo rasgo conservador” en Encina, que cuestiona “toda idea de intervención
de la deliberación política en una sociedad que evoluciona natural y espontáneamente”
(p. 55). Pero, precisamente, es esa evolución natural y espontánea la que
preocupa a Encina. La doble herencia española e indígena no estimula las
virtudes económica propias de la civilización industrial; las condiciones geográficas
de Chile tampoco favorecen un desarrollo fácil de la riqueza colectiva; y
luego, la imitación de las ideas liberales, la educación libresca, el deseo de
consumir al estilo europeo antes de saber producir en forma semejante,
imprimieron al país un rumbo inconveniente, que lo ha llevado a su actual
“inferioridad económica”. La educación económica que Encina defiende supone,
por cierto, una “deliberación política”; él acentúa la importancia de la
voluntad: todo depende de la “voluntad de vencer y ser grande”[7].
Todo esto, para R., muestra sólo la “profunda inconsecuencia del autor (p. 55).
La crítica enciniana del modelo político
liberal y del modelo educacional chileno –aunque tuviera “el valor de referirse a problemas que son reales” (!), admite R.-, era en el
fondo, “una crítica del grado mínimo de apertura que el sistema de dominación
tradicional iba tolerando (...) y que iba a
beneficiar sobre todo a los sectores medios y populares de la sociedad” (p.57).
Mas, ¿no son estos sectores los que hubiera resultado más beneficiados de una
reforma educacional que desarrollase las aptitudes económicas? Las ideas de
Encina sobre educación son parte de un debate que se ha mantenido a lo largo
del siglo, en el cual el liceo “humanístico” ha sido objeto de fuertes
críticas, no siempre de parte de personalidades “conservadoras” o “nacionalistas”[8].
La conclusión de R. es que la única solución que admite el diagnóstico de
Encina es “la liquidación del avance democrático, la que coincide con la
orientación política fundamental del proyecto del nacionalismo chileno de la época” (p. 57). Pero no es
la conclusión de Encina; por el contrario,
el proyecto político de éste, que es parte del proyecto del Partido Nacionalista a que contribuyó a
dar vida en 1914, se mantenía dentro de las coordenadas del liberalismo
democrático. Con su programa de robustecimiento del Ejecutivo, en favor de un
gobierno eficiente; de protección a la industria nacional y de nacionalización
de ciertas actividades económicas en manos de capital extranjero; de unión económica hispanoamericana y
de protección de las clases trabajadoras, ese partido, lejos de ser “conservador”
era el más “moderno” y “progresista” de los partidos políticos chilenos[9].
Es posible que la de Encina fuera una
“lectura burguesa” de la idea de Nación – al fin y al cabo, es hijo de un siglo burgués, que ha tenido entre sus
preocupaciones fundamentales la economía-; y seguro que su idea de Nación se
complementa con la “orientación nacionalista y anti-liberal que imprime a la
idea de desarrollo industrial”. Pero cuando R. agrega, inmediatamente a
continuación de lo anterior, “... marcado por el
tema imperialista de la lucha por la supervivencia internacional” (p. 57), ¡hay
que tener en cuenta que lo que Encina pretende es defender a Chile de los imperialismos
europeos y norteamericanos, y obviamente no sugiere ningún imperialismo
chileno! Probablemente los intelectuales “no conservadores” de la época no veían nada de malo en la absorción de
Chile en la economía mundial británica; eran ellos los auténticos voceros de la
clase dominante agraria y mercantil que, así, en el análisis de R., se ve
elevada ‒contrario sensu- a un
papel muy progresista.
R. vuelve sobre las ideas de Encina la década
de 1930. Es el momento del Portales. Aquí R. tiene qué
decir especialmente sobre la intuición, como método histórico en Encina, y como
rasgo de carácter observado en Diego Portales; también, sobre el tema de las
élites –tema del que difícilmente se podía prescindir en una historia
política del s. XIX, en verdad. “Innecesario es destacar –comenta- “que élites
e intuición, como método de acceso a la verdad y como instancia de poder, son
opuestos a las concepciones modernas sobre la racionalidad, como igualmente
repartida entre los hombres, y a su corolario político, la soberanía popular”
(p.62). Que la racionalidad esté igualmente repartida entre los hombres puede
ser un supuesto muy moderno –en el sentido de propio de la Modernidad: es el
supuesto, entre otros, del homo oeconomicus
de Adam Smith-; pero hubiéramos creído que las ilusiones del racionalismo se
habían disipado en el transcurso de los últimos siglos... R. cita los pasajes
de Encina en que éste destaca el carácter antioligárquico del régimen de
Portales, pero insiste en que las tendencias antioligárquicas del propio Encina
–porque, por cierto, la recuperación de la figura de Portales es la “tarea del
propio presente” del historiador (p. 60)- no son tan radicales como aquél
pretendía. En definitiva, como Encina tiene que ser conservador y, como tal, portavoz
de los estratos oligárquicos, R. tiene que desvalorizar en este autor lo que lo
aparte de tal caracterización. Viene a ser su método, como veremos en seguida.
Catolicismo y corporativismo en Jaime Eyzaguirre
R se ocupa también de Jaime Eyzaguirre,
comenzando por destacar su papel de intelectual, aglutinador de otros intelectuales
en la revista Estudios (entre ellos,
Julio Philippi, Osvaldo Lira, Armando Roa, Clarence Finlayson), historiador y
maestro universitario. Con posterioridad a la publicación de este ensayo en su
forma original (1979), Gonzalo Vial vino a discutir la caracterización de Eyzaguirre
como “conservador”, en un artículo en que lo mostraba, por el contrario, como
un pensador “avanzado” e “innovador”[10].
En su respuesta, R. insiste en que, siendo Eyzaguirre reconocidamente
corporativista, se sigue de allí en forma necesaria que era conservador. Pero,
admite, “hoy matizaría más (...) la relación entre la obra de un intelectual y los grupos
sociales cuya experiencia estimula y esclarece al llevarla a la palabra y al
discurso” (pp. 100-102). Será importante tenerlo presente.
Es justo, sin duda, que Eyzaguirre sea
caracterizado en primer lugar como intelectual católico. Como tal, buscaba en
la “doctrina social de la Iglesia”, expresada principalmente en las célebres
encíclicas Rerum Novarum, de León
XIII, y Quadragesimo Anno, de Pío XI, fundamentos
para una “política católica integral” (p. 69). R. destaca la adhesión de
Eyzaguirre al milenarismo, lo que potencialmente lo ponía en conflicto con la
jerarquía eclesiástica –aunque su
ortodoxia no parezca haber sido puesta en duda-; resulta forzado, sin embargo,
relacionar esta doctrina escatológica con el sentimiento de declinación
política de la clase de grandes propietarios agrarios (pp. 70-71). En todo
caso, de la conciencia religiosa de Eyzaguirre se desprende no sólo su visión
de la Historia, en la que la Edad Media aparece como el paradigma de “una forma
de vida comunitaria integralmente cristiana, es decir, una articulación íntima
de naturaleza humana y sobrenaturaleza” –dice R.-, sino también una crítica
descarnada al capitalismo: “... sustituyó la
caridad por el afán de lucro y sacrificó la dignidad humana… a la codicia ilimitada,
de raíz demoníaca”. Textos como éste son problemáticos para R.: ¿como explicar
una tendencia anticapitalista tan clara? “El movimiento obrero y popular” ‒debe
reconocer con cierta ingenuidad- “no parece constituir aquí ese enemigo
fundamental” (del proyecto autoritario que Eyzaguirre encarnaría) (p. 72).
No obstante, el autor cree
poder aclarar que la crítica social de Eyzaguirre está “al servicio de una
demanda… de replanteamiento y reformulación de las perspectivas de los grupos
oligárquicos” (p. 73); y puesto que en él la caridad, en sentido cristiano,
tiene que ser la primera respuesta al problema social, concluye que su énfasis
anticapitalista y antioligárquico se reduce a la “exhibición de la propia
belleza de alma” (pp. 73-74). Mas, a continuación, R. muestra las ideas de
Eyzaguirre sobre economía dirigida y organización corporativa de la sociedad –lo
cual, evidentemente, requiere algo más que virtudes morales privadas-:
“estructuración social jerárquica”, del individuo al Estado a través de las
organizaciones profesionales (ampliamente entendidas, por lo demás); las
corporaciones como “organismos libres” que fijan la política de su respectiva
actividad profesional; y el Estado con
el “control y la coordinación general de
toda la vida económica” (pp. 76-77).
Se trata, en suma –nos dice R.-, de una
“variante del proyecto fascista de organización de la sociedad”, encarnado en
los regímenes de Oliveira Salazar y de Franco. Pues, prosigue nuestro autor, la
primera característica general del modelo corporativista es la oposición “a
toda forma liberal y democrática de participación política”; la segunda, la
idea de “subsidariedad”, por la cual se reconoce a las sociedades naturales
intermedias (familia, municipio, gremio, profesión, etc.) un grado de autonomía
frente a la acción del Estado (p. 79). De acuerdo a la tesis que ya conocemos,
si el corporativismo contiene posiciones antioligárquicas y anticapitalistas,
es para interesar a las clases medias; frente a los trabajadores, en cambio, el
proyecto corporativo aspira a “desintegrar sus organizaciones autónomas en una
institucionalización que les hace perder toda su fuerza” (p. 82). El hecho de que
Eyzaguirre postule un Consejo Nacional de las Corporaciones como órgano regulador
superior de la actividad económica, lleva a R. a concluir que la organización
corporativa significa devolver el poder a los grupos dominantes, a través de
las organizaciones profesionales (p. 84).
El problema para nuestro autor es que ve en
el corporativismo una variante del fascismo; y éste, que representa una alianza
entre “el capital monopolista, la gran propiedad agraria y sectores medios
atemorizados” (p. 83), no puede ser sino conservador y, más aún, reaccionario.
Tal interpretación, que puede decirse la interpretación “típica” del fascismo
en los medios de izquierda, debe considerarse hoy superada (cf. más arriba). En cuanto al corporativismo,
es también claro que no constituye una mera “variante” del fascismo. Hubo en la
época entre las dos guerras mundiales un corporativismo fascista, desde luego;
mas hubo también un corporativismo católico, inspirado en las encíclicas
papeles y en la obra de pensadores católicos del s. XIX (La Tour du Pin, el
conde Mun, etc.). Es curioso que R. olvide mencionar que profesaba igualmente
este corporativismo, en la misma época de Estudios,
la Falange Nacional, o sea, la Juventud Conservadora, devenida más adelante
Partido Demócrata Cristiano. En fin, había también corrientes corporativistas
“de izquierda”, así como otras preconizadas por algunos sectores patronales,
como, en Chile, la que inspiró al Partido Agrario y también a la Sociedad de
Fomento Fabril de los industriales, de acuerdo a los textos citados por R. (pp.
95-96). Habría que saber que los tratadistas corporativos distinguían entre
corporativismo “subordinado” y corporativismo “autónomo”, según el grado de
sujeción a la autoridad estatal[11].
Para ninguno de estos autores, que sepamos, la corporación se limitaba a una
“corporación empresarial”, sino que incluía a los representantes laborales, en
paridad con los patronales.
Por eso resulta poco relevante que R. nos
diga que, según Eyzaguirre, sería el Consejo de las Corporaciones el que controlaría
la economía; debería indicar cómo, en la concepción de Eyzaguirre, iba a estar
constituída cada corporación, y cual sería su representación exacta en el dicho
Consejo. Por otra parte, está igualmente claro que los regímenes de Salazar y
de Franco no eran fascistas: el segundo de éstos adoptó por un tiempo formas
exteriores “fascistas”, pero en la alianza con el Ejército, la Iglesia y los
partidos conservadores, el componente fascista (la Falange) fue el más débil.
En cualquier caso, las simpatías de Estudios
por estos regímenes –y en particular por el franquista, en la época de la
guerra civil- fueron más matizadas de lo que podría creerse[12].
La suerte de las armas en la II Guerra
Mundial determinó, según R., que desaparecieran de Estudios las alusiones al corporativismo y en general a “toda posición
o modelo político explícito”. Eyzaguirre pone el acento en el hispanismo, vale
decir, en la recuperación de los valores tradicionales hispánicos y en la valorización
de la obra de España en América; y en este sentido orienta la parte principal
de su obra historiográfica. Aún hoy es visto fundamentalmente como historiador,
observa R., pero esto no obedece más que a la “coyuntura de repliegue” a que se
ven enfrentados los grupos sociales representados por aquél (p. 92). R. pasa
ligeramente por la oposición del director de Estudios (y también del historiador) al imperialismo norteamericano
y al “panamericanismo”: una oposición sólo aparente, nos advierte, “en la
medida en que... silencia otros imperialismos de la época: el alemán especialmente...”
(p. 93). ¿No era razonable que Eyzaguirre dedicara su hostilidad principal al
imperialismo de Washington, que era ya un enemigo inmediato o, por lo menos,
una amenaza real en Hispanoamérica, en tanto que el imperialismo alemán se
encontraba débilmente representado? Pero, no hay caso: si Eyzaguirre habla de
parcelar los latifundios, no es más que para “reformular” el poder de los
latifundistas (p. 80); si es declaradamente antiimperialista, es porque en
realidad es proimperialista...
Neoliberalismo, corporativismo,
nacionalismo
En el cuarto y quinto
ensayos de esta obra, R. y C., respectivamente, pasan revista a las tendencias
conservadoras de los años 60 y 70, mostrando la problemática relación entre
neoliberalismo, por un lado, y nacionalismo y corporativismo, por otro. La obra
alcanza aquí especial interés, y no sólo porque toca temas prácticamente “de
actualidad”. En verdad, esta parte tiene que justificar el que se pueda hablar
de una corriente de “pensamiento conservador” en Chile.
Los autores mencionan rápidamente a Jorge
Prat y a su revista Estanquero, la
que recoge “sobre todo” las tendencias nacionalistas de Edwards y de Encina, aunque también recibe
las influencias corporativistas e hispanistas de Estudios. Por cierto, el nombre de la publicación, que es aquél con
que fue conocido el grupo político del ministro Diego Portales, es ya todo un
programa. Un programa, resume R., “nacionalista, autoritario, radicalmente anticomunista
y anti-partidos, que culmina amalgamándose a las alternativas populistas de
Ibáñez y Perón” (p. 103). Habría que reparar, con todo, en la evolución que
experimenta Estanquero, y en las tendencias
internas no enteramente homogéneas que alberga la revista[13].
Pero no es exacto que el gobierno de Ibáñez y el de su sucesor Jorge Alessandri
representen un “triunfo... del ideario conservador”; ni siquiera “parcial”,
como asegura C. (p. 124). A Ibáñez es preferible definirlo como “populista”,
como hace R. (contó inicialmente con el apoyo, no sólo de los nacionalistas,
sino también de la mayor parte de los votantes de izquierda); y si Alessandri
fue, sin duda, “conservador” en el sentido más general del término, no lo fue
en el sentido especifico que se
viene considerando aquí.
R. encuentra en los años 60 un auge de las
ideas nacionalistas y corporativistas. Prat contribuye a formar el Partido
Nacional, fusionando su propio partido con los partidos Liberal y Conservador...;
pero R. no nos informa que al poco tiempo se retiró del nuevo partido. En todo
caso, “la incorporación del ideario nacionalista a la organización política más
importante de la derecha chilena” quedó solamente en la intención de Prat, si
la tuvo; la derecha chilena siguió siendo básicamente liberal; ¡y que los
“observadores de la época” hayan encontrado “fundadas asociaciones” entre este
partido Nacional y el fascismo (p. 105), sólo significa que tales observadores
andaban muy desorientados! En cambio, es más significativa la formación del
“Movimiento Gremialista” de la Universidad Católica, que inicialmente “revitaliza”
las ideas corporativas de Estudios
(pp. 105 y 125-126). Paralelamente, en 1969, un grupo de “ideólogos
nacionalistas vinculados al hispanismo y al Opus Dei”, encabezados por Gonzalo
Vial, fundan la revista Portada. A
ellos se agregan algunos economistas neoliberales que tenían antes su propia
publicación. Portada reivindicará el
nacionalismo, pero en un tono más moderado, más “cauto”, mientras que el
corporativismo se halla diluído en alusiones a la importancia de los gremios.
Por esto resulta un tanto desmedido sostener que el pensamiento de esta revista
es “rupturista” en relación con la democracia liberal (pp. 106 y Ss.). Más relevante
es notar que todos los personeros de esta corriente van deslizándose hacia
posiciones próximas al neoliberalismo de Hayek y de la “escuela de Chicago” (p.
126).
Todos estos grupos celebran
con entusiasmo el golpe militar de 1973. R. destaca la condición
privilegiada
de revistas como Portada y Qué Pasa –del mismo equipo de la
anterior-, junto al diario El Mercurio:
bajo censura oficial, receso de los partidos y silenciamiento de la discusión
política pública, “este nuevo estilo de hacer política, a través de medios
aparentemente apartidistas, pero en definitiva estrictamente doctrinarios,
rinde sus mejores frutos” (p. 116). Ahora bien, tales grupos y publicaciones
son, por entonces, abiertamente neoliberales. Las razones de esta “mutación
ideológica”, nos dice R., son, por un lado, el “radicalismo antidemocrático”
del corporativismo, que encuentra dificultades para imponerse en una sociedad
de tradiciones democráticas: “el neoliberalismo tiene menos tensiones –por lo
menos en el nivel del discurso- con esa tradición”. Por otro lado, la adopción global
de una política económica neoliberal por parte del régimen no deja ningún
espacio para el desarrollo de asociaciones profesionales, sindicales, etc., en
que se hubiera sustentado un movimiento corporativo (p. 120). Sin duda fue así;
mas, ¿por qué hablar de que el corporativismo se dividió en dos tendencias?
Simplemente triunfó otra tendencia,
el neoliberalismo. Ni tampoco los neoliberales adoptaron “un discurso
antidemocrático cuyo origen... (era) el corporativismo”; tenían y tienen su
propio discurso. En realidad, como se ha reconocido más arriba, el
neoliberalismo es más fácilmente compatible con la “tradición democrática”.
R. apunta diferencias fundamentales entre
ambas corrientes de pensamiento, en torno, p.ej., al entonces tan invocado
concepto de “subsidariedad”. Para el tradicionalismo católico, explica, “la
idea de subsidariedad del Estado se funda en una concepción de la política como
fenómeno natural”. Entendida la societas
como una floración natural de cuerpos intermedios –la Iglesia, las
Universidades, las corporaciones, las regiones, las asociaciones vecinales,
etc-, el poder político no debe intervenir en ella sino “en subsidio” de esos
cuerpos, esto es, en caso de debilidad o incapacidad, ya que cada uno de ellos
tiene fines propios que cumplir. Para el neoliberalismo, por su parte, la
subsidariedad “quiere decir fundamentalmente una sola cosa, mucho más prosaica,
el fin de la intervención del Estado en la economía y su reemplazo por un
‘Estado mínimo’”. Sorprendentemente, R. termina: “a pesar de esto, me parece que hay relaciones y lazos bastantes más
profundos entre neoliberalismo y corporativismo” (p. 120, subrayado nuestro).
¿A qué exponer las diferencias, entonces, si la conclusión es que ellas no cuentan?
Más adelante subraya “el carácter conservador del discurso neoliberal” (p.
121): de acuerdo; pero si se ha definido el “conservantismo” por su carácter
nacionalista, corporativista, antiliberal, autoritario y jerárquico, y se sigue
hablando de “conservantismo” cuando pasamos a un discurso individualista,
liberal, que no reconoce más autoridad ni más jerarquía que las del mercado,
“centrado en una visión contractualista de la sociedad, en un universalismo
abstracto, trascendente a los límites nacionales y en un proyecto de paz
universal...” –R., sobre la teoría democrática clásica (p. 54)-; si es así,
sólo se puede lamentar el malabarismo verbal en que incurre el autor.
Con más sentido de los matices, C. explica la
“confluencia” que percibe entre corporativismo y neoliberalismo, especialmente
en los años del gobierno de Allende, cuando el Movimiento Gremialista tomó “el
liderazgo de la lucha ideológica” contra ese gobierno. Es interesante la razón
de que haya sido así: “no resulta plausible (sic) una oposición que se centre
en el tema nacionalista en tanto que el programa de la Unidad Popular
incorpora... una concepción de un Estado productor activo que no está muy
alejada de las propuestas de Encina”. ¿De manera que el nacionalismo de Encina,
después de todo, no era tan conservador? Pero prosigue C.: el gremialismo, en
cambio, “devalúa la acción partidista, enfatiza el papel de las asociaciones intermedias
y le entrega al Estado una función puramente subsidiaria”. Es esta noción de
Estado subsidiario lo que genera el acercamiento del gremialismo a las tesis
neoliberales; y también la oposición al constructivismo –es decir, “la
injerencia planificada del Estado en las actividades de la sociedad civil” (p.
126). Muestra C. que el anticonstructivismo de Hayek reposa en una tesis
epistemológica, según la cual el conocimiento humano “práctico” se limita a las
circunstancias particulares de cada individuo; de aquí que la planificación
central –que supone una “elevación omnisciente”- sea imposible. Hay que
aceptar, pues, el orden espontáneo que surge de la interacción de individuos
libres en el mercado. Más aún, en el pensamiento hayekiano “la sociedad como
tal no puede existir realmente, (e) igualmente la noción de justicia social o
distributiva carece de fundamento en la realidad”.
No escapa a C. las profundas diferencias que
separan esta concepción del corporativismo católico tradicional. El anticontructivismo
de éste cuenta, se ha visto, con el Estado y con las sociedades intermedias. El
corporativismo “es comunitario”; sus teóricos como Eyzaguirre y Philippi
“reconocen al ser humano, en conformidad con el pensamiento
aristotélico-tomista, una naturaleza social. Así, los individuos derivan su entidad
de organizaciones sociales anteriores a ellos mismos”. En tanto que el “orden
natural” del neoliberalismo es individualista: “el mercado, no la familia o las
organizaciones naturales intermedias, es el paradigma social por excelencia”
(pp. 127-128).
Mayor dificultad presenta,
para C., la inclusión del nacionalismo dentro de la “síntesis
conservadora de
los años 70”. En verdad, da la impresión de que aquél se ha dejado llevar un
poco por la contraposición entre thèse
royaliste y thèse nobiliaire,
porque autores ya de los años 30, como Guillermo Izquierdo Araya, no habían
tenido dificultad para hacer la síntesis de nacionalismo y corporativismo[14].
Según nuestro autor, ésta es la obra del sacerdote Osvaldo Lira, quien intenta
“la fundación filosófica del tradicionalismo chileno”. En su Nostalgia de Vásquez de Mella (1942),
Lira distinguía la “soberanía política” –correspondiente al Estado- de la “soberanía
social”, que expresa los derechos de los cuerpos sociales. Mientras que para el
liberalismo clásico la separación entre Estado y sociedad buscaba la protección
de la sociedad frente a los abusos estatales, para Lira “la noción de soberanía
política representa al Estado como principio de unidad nacional”. Sólo un
Estado fuerte puede regular con autonomía las actividades nacionales, evitando
los particularismos locales o sectoriales; pero, al mismo tiempo, no puede el
Estado invadir el ámbito de las asociaciones menores (p. 133). Lira saludó con
satisfacción el advenimiento del régimen militar en 1973, en el que creía ver
recogidas sus propias ideas; pero de ahí no se sigue que haya sido el “vínculo”
entre el pensamiento conservador y la junta militar chilena (p. 134).
Son notables las páginas que C. dedica al
análisis de la Declaración de Principios
del Gobierno de Chile (1974), documento que quería ser la norma doctrinal
del régimen militar. En él ve el autor una “matriz conceptual” determinada por
el principio de subsidariedad y la distinción entre soberanía política y
soberanía social, sobre la cual se han “injertado” propuestas neo- liberales
que imprimen al texto “un sello característico” (p. 136). Piensa C. que la
teoría de la soberanía social es “el puente que une a los gremialistas con los
liberales hayekianos”. En efecto, la autonomía de las organizaciones sociales
ensamblaría con la noción hayekiana de un “dominio protegido” para la
iniciativa privada, mientras que el concepto de subsidariedad se ampliaría para
incluir la esfera económica privada en cuanto tal; no a las sociedades
intermedias, como en la teoría original, sino, simplemente, a los individuos (pp.138-139).
El nacionalismo, en la Declaración, tiene por función “desplazar y deslegitimar otras
visiones totalizadoras”. No era posible, se nos explica, negar el “momento
totalizante del Estado” en tanto que monopolizador de la política. “Al
identificarse como nación, sin embargo, el Estado alcanza una existencia
política independiente, no fundada en la voluntad popular”. Por su parte, el
corporativismo da cuenta, en la misma Declaración,
de la “despolitización de la sociedad” (p. 139). Lo primero es verdad; sólo que
la identificación entre Nación y Estado es un hecho de los últimos siglos, y no
necesariamente ha prescindido de la voluntad popular. En cuanto a lo segundo,
el objetivo central de todas las formulaciones corporativistas no ha sido la
despolitización de la sociedad, sino una nueva y –supuestamente- más real
participación ciudadana; sin la interferencia de los partidos, es cierto, y a
menudo reemplazando la noción de “ciudadano” por la de “productor”. Pero esto
es lo que C. olvida; que, en consonancia con el neoliberalismo dominante, el
régimen prescindió de toda participación, movilización u organización
ciudadana, aunque hubiese sido por cauces gremiales. Esto nunca fue lo que
pretendió el corporativismo.
Así, la Declaración
justificó el “pleno desarrollo de la moderna sociedad de mercado” (p. 139).
Este fue el resultado de todo el proceso, está claro; mas dicho documento, en
sí mismo admitía otras “lecturas”. Y tanto era así que, a la larga, en la
medida en que el neoliberalismo se impuso del todo, el régimen olvidó su propia
declaración de principios, la que está completamente ausente de la discusión
pública de los años 80.
Tradicionalismo
y nacionalismo en Mario Góngora
El neoliberalismo, pues, ha triunfado
plenamente en la lucha ideológica que se ha librado en la sociedad chilena.
Antiguos colaboradores y discípulos de Jaime Eyzaguirre o de Osvaldo Lira se
han desembarazado de cualquier escrúpulo corporativista y se han plegado sin
más al sistema de ideas dominante. En este contexto Mario Góngora publica su Ensayo histórico sobre la noción de Estado
en Chile en los siglos XIX y XX (1981), a cuyo análisis C. va a dedicar la
última parte de esta obra. Góngora ha sido, ante todo, un historiador, pero C.
pone de relieve un pensamiento político inspirado en Burke, De Maistre, los románticos
alemanes Justus Möser, Novalis y Adam Müller; Burckhardt y Nietzsche, Spengler
y Carl Schmitt y, entre los chilenos, Alberto Edwards. De este modo, Góngora
viene a ser como la síntesis de todo el “pensamiento conservador” tratado aquí.
C. lo trata con especial respeto; hay que decirlo porque, si bien Góngora sigue
siendo respetado como historiador, después de su muerte en 1985 parece haberse
tendido a silenciar o “recuperar” sus ideas políticas. Así, al publicarse el Ensayo, se levantaron voces de alarma en
la intelligentsia neoliberal, que
llegaron a afirmar que las tesis que contenía eran “peligrosas”; tales
comentarios fueron incluídos en la segunda edición (póstuma) de la obra, quizás
a modo de relativizarla, dándole el matiz bien pensante[15].
La tesis de Góngora es que es el Estado el
que ha formado la nacionalidad chilena, en un país caracterizado tempranamente
como “tierra de guerra”. En este siglo, sin embargo, se observa la “pérdida del
sentido vivo y orgánico del Estado”, con el auge correlativo de la noción de
“sociedad” como “complejo de intereses particulares” contrapuestos a aquél.
Hasta culminar en las “planificaciones globales” que pretenden la reestructuración
general de la sociedad, la economía y el Estado: Frei, Allende, Pinochet...
Empero (observa C.), Góngora habla con aprobación de la reforma agraria y del
comienzo de la nacionalización del cobre, en tiempos de Frei; aun del gobierno
socialista de Allende valora la mantención relativa de la “idea de Estado”. En
cambio, el movimiento militar, que representó la posibilidad de “reanudación de
la idea de Estado Nacional”, con una Declaración de Principios de “indudable”
inspiración tradicionalista, derivó finalmente en una “revolución desde arriba”
de signo antiestatal (C., p.144 y ss.)[16].
Según C., Góngora intenta
fundamentar una “auténtica tradición conservadora” en la historia de Chile, de
modo de poder, legítimamente, descalificar al liberalismo como un fruto ajeno;
y no
obstante estar consciente de que el conservantismo chileno ha sido siempre
liberal. Tal intento es su mérito principal, opina nuestro autor (p. 148). Como
el tradicionalismo “presupone el haber pasado por la crisis revolucionaria, el
haber detectado a fondo ese fenómeno y su profundidad abismal, para actuar en
su contra” (Góngora), C. verifica en la vivencia en Chile de la Revolución rusa
de 1917, y en la época de cambios que comienza con Arturo Alessandri, la condición
para la constitución de un “frente contrarrevolucionario”: “a la revolución mesocrática
alessandrista responde el impulso contrarrevolucionario ibañista” (pp.
155-156). Pero aquí el pensamiento de C. se hace mecánico y desfigura la
realidad histórica. Aceptando que el primer gobierno de Alessandri haya sido
revolucionario, esta revolución más bien se prolonga y consolida en la
dictadura de Ibáñez. El ascenso de las clases medias, la política de protección
a los trabajadores, la modernización del Estado y el reforzamiento del poder
presidencial, son aspectos que unen a los dos caudillos, no obstante
enfrentados entre sí.
Evidentemente,
el pensamiento de Góngora no se reconoce en tal esquema. ¿Realmente pretende él
fundamentar un pensamiento conservador, o simplemente, a fuer de historiador,
muestra el pasado?[17]
En cualquier caso, Góngora estima que la sociedad chilena de buena parte del s.
XIX puede llamarse “tradicional” porque no ha pasado por una verdadera
revolución liberal burguesa, pese a la ideología liberal que profesa parte de
la aristocracia dirigente. En el s. XX se llegará, en cambio, a una “democracia
de masas”, “democracia plebiscitaria” (M. Weber) que, con todo, dará al “polo
monárquico-presidencial” del Estado chileno un contenido más fuerte de caudillaje.
La repercusión, no sólo de la revolución bolchevique, sino también de “las formas
nacionales nacidas durante y en contra de la revolución del siglo XX” (Góngora
alude a la Acción Francesa, al fascismo, nacional-socialismo, falangismo),
estimula el redescubrimiento de las tradiciones nacionales en Hispanoamérica,
en actitud de ruptura con el s. XIX. Salvando la distancia que hay entre estas
tradiciones y las europeas, más viejas y firmes, Góngora muestra el hispanismo
(que mira al pasado colonial en forma análoga a cómo romanticismo y tradicionalismo
europeos miraron la Edad Media), el corporativismo, las figuras simbólicas
capaces de inspirar un nuevo nacionalismo (Portales, Rosas). Así, el sinarquismo
en México, el integralismo brasileño, el nacionalismo y el “primer peronismo”
en Argentina; en Chile, los movimientos juveniles católicos y los diversos nacionalismos.
Todas sus ideas y consignas “eran naturalmente extrañas a la Derecha política oficialy
mucho más a la Derecha económica”[18].
Vale la pena aclarar aún lo que significan
para Góngora posiciones “tradicionalistas” o “contrarrevolucionarias” En el
tradicionalismo romántico encuentra una “oposición bastante radical” al capitalismo,
un punto que C. pasa por alto, aunque ya K. Mannheim –de quen el autor toma la
noción de “pensamiento conservador”- señalaba que la crítica del capitalismo
había comenzado en la “oposición de derechas” antes de ser adoptada por las
izquierdas[19].
Agrega Góngora “difiero de la opinión de que estos movimientos (románticos y
tradicionalistas) tienen que ver algo con el conservantismo actual”. ¿En qué
medida, entonces –se pregunta- tales movimientos pueden ser llamados
“conservadores”? Y recuerda la famosa sentencia de De Maistre: “la contrarrevolución
no será una revolución contraria, sino lo contrario de una revolución”; quiere
decir –interpreta Góngora- que no será una revolución desde arriba, que anule
la obra de la revolución, sino “una evolución..., un absorber todo lo que
hubiera de positivo, de valioso en la misma revolución”[20].
En tal sentido, hay que observar, los nacionalismos de tipo fascista no podrían
ser llamados contrarrevolucionarios, sino decisionistas. Como Donoso Cortés
(tocado por Góngora), pero en otro sentido.
C. está dispuesto a reconocer el valor de las
críticas que en su momento hizo Góngora al gobierno militar neoliberal; sin
embargo agrega, como para que el lector desprevenido no caiga en una trampa:
“Pero ello en ningún caso debe ocultar el que su argumento esté determinado por
un profundo ánimo reaccionario y que su conservantismo no es en ningún caso
liberal sino contrarrevolucionario” (p. 156). Esta resulta ser la tónica de
toda la obra, como ya se habrá observado: cuando se admite que Encina, o
Eyzaguirre, o Góngora, sostienen posiciones “avanzadas”, hay que explicar la
intención profunda tras esas posiciones, de modo que éstas sean absorbidas al
interior de una concepción general “conservadora”, “reaccionaria”,
“contrarrevolucionaria”...; esto es –suponemos- que marcha contra el sentido de
la Historia. ¡Por lo menos las vueltas recientes de este “sentido de la
Historia”, la pérdida de significación de términos como “reacción” y “revolución”,
podrían haber llamado a prudencia a los autores!
Como conclusión, C. cree observar que el
tradicionalismo inspira aún el trabajo de una serie de intelectuales chilenos –lo
que ha sido desmentido al menos por uno de ellos[21]-;
pero nos dice tranquilizadoramente, “al interior del movimiento conservador
actual prima una actitud más modernizadora y menos escéptica frente al progreso,
tal como se manifiesta en la revista Estudios
Públicos (p. 156). No vamos a discutir el carácter conservador de esta publicación,
si C. lo afirma; es, en todo caso, neoliberal, de modo que, una vez más, estamos
hablando de corrientes diferentes confundidas bajo una denominación común.
Esa es, en síntesis, la debilidad principal
de la obra: descansa en un cierto “nominalismo”. El “pensamiento conservador”
parte liberal, con Edwards; se hace biologista con Encina, católico y corporativista
con Eyzaguirre, nacionalista con Góngora...; para volverse neoliberal y decididamente
“moderno”, sin dejar de ser el mismo ente –antropomórfico, se diría. Y sin embargo,
queda claro que ninguno de los autores examinados fue propiamente “conservador”
en relación con su medio y su época. Por una parte, C. y R. sienten predilección
por arrinconar lo que llaman “conservantismo” –entendamos: nacionalismo y
tradicionalismo- junto al liberalismo, como expresiones de un mismo pensamiento
reaccionario; por otra parte, es evidente que la perspectiva en la que se
sitúan es la liberal. Y al final, saludan como más afín a la propia posición,
más “moderna” y “progresista”, a una manifestación del neoliberalismo.
Ciertamente, un gran mérito de la obra
comentada es el dar a conocer una corriente de pensamiento que, pese a la alta
calidad de sus representantes, permanecía silenciada. Son de particular interés
las páginas que C. dedica a examinar la posibilidad de un tradicionalismo en
América. De esa corriente habría que recoger las tesis más radicalmente
antiliberales y antiburguesas, a fin de apoyar en ellas una revolución...
“conservadora”, llamémosla, para complacer a C. y R.
GUILLERMO
ANDRADE*
*Publicada en Ciudad de los
Césares N° 31, Julio/Octubre de 1993
[1] R. CRISTI/
C. RUIZ: El Pensamiento Conservador en
Chile. Seis Ensayos. Ed. Universitaria, Santiago, 1992.
[2] Cf. S. PAYNE, El Fascismo, Alianza Ed. Madrid, 1992; P. GOTTFRIED, “La Izquierda
y el Fascismo”, en Ciudad de los Césares
27.
[5] H. GODOY,
“El pensamiento nacionalista en Chile a comienzos del siglo XX”, Dilemas N° 9, dic. 1973, Santiago (también
en E. CAMPOS MENENDEZ, Pensamiento
Nacionalista, Ed. Nacional G. Mistral, Santiago, 1974).
[8] Cf. H. GODOY, “El ensayo social”, Anales de la Universidad de Chile N°
120, 1960; P. GODOY, “Apunte para una crítica de la educación secundaria”, Revista de Educación N° 32-33, Santiago,
1971.
[9] Cf. E.
ROBERTSON, Ideas Nacionalistas Chilenas,
Santiago, 1978 (mecanogr.), pp. 60 y ss.; GODOY, art. cit. (n. 5).
[10] G. VIAL,
“El pensamiento social de Jaime Eyzaguirre”, Dimensión Histórica de Chile, N° 3, Santiago, 1986, pp. 99 y ss.
[11] Cf. M.
MANOILESCO, El Siglo del Corporatismo,
Santiago, 1941; J. A. VASQUEZ M., “Del ‘Orden Natural’ a la ‘Auto-organización’
o la vigencia de idea Orgánica”, C.C. 12; G. FERNANDEZ DE LA
MORA, Los teóricos izquierdistas de la
Democracia Orgánica, 1985.
[15] Cf.
GONGORA, Ensayo Histórico sobre la Noción
de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, 2 ed., Universitaria, 1986
[17] Cf. respuesta de Góngora a uno de
sus críticos, publicada en Economía y
Sociedad, 2ª época, p. 3, julio1982,
Santiago (también en Ensayo, 2a ed.):
“Un historiador no tiene porqué
adscribirse taxativamente a una ideología, ni a una Filosofía política... Sus convicciones se manifiestan más concretamente en lo que relata, describe
o analiza. Ni tampoco puede dar recetas
para reconstruir un país”.
[18] GONGORA, “Reflexiones sobrela Tradición y el Tradicionalismo en la
Historia de Chile”, en Civilización de
Masas y Esperanza, Ed. Vivaria, Santiago, 1987; pp. 185-191.
[19] K. MANNHEIM,
“El Pensamiento Conservador” en Ensayos sobre Sociología y Psicología social,
FCE, México, l963; p. 102.
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